Emancipación sónica (I) – 72 Horas

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Llamas

En la Medellín de la superficie es difícil por estos días identificar qué es exactamente lo que ha sucedido. Algunas veces se muestra la ciudad como el fénix que renace entre las cenizas, como una estructura que improvisa andamios a partir de los rescoldos de su anterior instancia. Pero en otras ocasiones las cenizas aún son anhelo y el panorama no es sino llamas: el fenix anterior a la ceniza. Y entonces la ciudad no es sino un imaginario indeciso y no se sabe a veces si existe o no Medellín: a ratos tan muerta, a ratos tan viva. Pero en la superficie solo rebota la indecisión de la materia, su pena por no saberse a fin de cuentas, por no reconocer ya nunca más entre su sueño y su realidad. Por eso son valiosos en la ciudad los ritos que se esmeran por abrir espacios con suficientes elementos como para configurar nuevos mundos. Para así bloquear los impulsos de quienes aún persisten en oprimir las masas, cuando es bien sabido que sus corazones sin centro, como los de cualquiera, ya están bailando libres en las zonas incorpóreas del cosmos oyente. Por eso la emancipación entre el malware, por eso la sublevación entre las redes que quieren asumir la potestad de nuestra información. Es necesario atreverse a tejer otros esquemas, jugar en versiones más arriesgadas del sistema operativo y cavar en la superficie hasta que la sinestesia abra rutas bajo la tierra. Por eso la necesidad de sonar.

Antesala a un rito cibersónico

En el subsuelo es otro el panorama. Recientemente por las sendas intraterrenas de los mundos del Medellín invisible se siente un temblor particular, una resonancia aún no identificada por completo pero medianamente conocida por varios, bien sea por observadores, asistentes o artífices de la ceremonia. Se rumora que tendrá lugar dentro de unos días en algún espacio de la ciudad. Dada la importancia del evento, se han organizado acciones previas, que más que inaugurar o calentar el nido, se ejecutan como una redada clandestina de sonidos que llegan hondo en las comisuras de este diminuto discípulo de Detroit, donde se conjura un techno posterior a sí mismo y se desarrolla poco a poco una noción de la cultura del rave concebida bajo esquemas locales cada día más inteligentes, depurados, pensados más allá del mero lucro y concebidos como organismos que requieren años de cultivo.

Tras un pasamontañas, quien dirige Medellinstyle, la organización que arma la ceremonia, aparece en medios locales para hablar del acontecimiento. Insurgencia moderada que en el fondo carga algo más allá del simple hecho de ser un elemento aún visto hoy día en pandillas o guerrillas: en el techno ocultarse la cara es tradición acusmática, es una declaración futurista, de libertad inmaterial, expresión de esa capacidad extraña que tiene la ficción sónica para permitirnos acceder al mundo de la mera escucha, donde prima el movimiento sobre la discriminación, donde existen más opciones para entendernos que los géneros o los colores de la piel, donde la comunidad no es sino energía en resistencia, donde cualquiera puede ser cualquiera en la noche de esa escucha absorta en la máquina que rebota y rebota. Por eso la necesidad de bailar.

Emancipación

No se habla entonces de festival sino más bien de congregación, y no de público sino de familia. Y así la música no es el fin sino el impulso, y la sonoridad reemplaza por instantes la gravedad para apropiarse de las fuerzas cósmicas en torno a un fin único: Freedom. Y de repente aparece la escucha en ningún instante, siendo nada más que el loop infinito de varias horas de ecos. Por lo que desde ya puede escucharse, el sonido que al parecer recorrerá la ciudad los próximos días y culminará en un intenso encuentro en un templo masivo, será algo nunca antes oído en estas tierras no solo porque sean nuevos titiriteros que vienen a entretener la faena hedonista de unos cuantos que quizás busquen estos encuentros para desfilar todo lo que suelen susurrarle al espejo. Hay espacio para todos y el proceso que la música implica en cada uno ha de ser respetado como perteneciente a un mismo entramado y lo importante es quizás ser consciente de la propia dinámica y de hecho el preámbulo al rito le hace eco a la intención personal que motiva el momento: una señal de emancipación, cuyo eje es la música electrónica, la experimentación sonora y el encuentro de cuerpos en torno a su propio movimiento. No es la libertad, es la autarquía acusmática; la escucha soltando máscaras, el cuerpo hallando su razón de ser. Por donde se le busque, podría este rito ser un lugar para especular cualquier Medellín. Porque se hace interno o en streaming, adentro y afuera, en lugares masivos o pequeños, en espacios académicos o de euforia absoluta, de esa que se cuela en la maraña psicofísica de un baile que se ofrece para el número y el torso, intelectual e intenso, preciso y vasto. No es entonces un programa para entretener el oído; es un entrenamiento espiritual. Por eso la necesidad de escuchar.

Cenizas

Se ha quemado tanto de Medellín que a ratos no hay ningún fénix en ningún tiempo, acción o lugar. Todos somos aquí desplazados por un columpio de poderes administrado por niños a los que nunca les enseñaron a desprenderse del juguete. A ratos no hay ciudad que quemar, no hay paisaje para renacer. A ratos hay nada más que un todo por hacer, un todo que a menudo parece perdido en una esfera donde se matan unos y otros cada año, donde se pierde la frontera entre el ladrón y el político, donde es imposible atender a la faena del mundo, necesitándose por ello conjuros que quiebren poco a poco la materia y abran en sus vísceras otros espacios, en la medida de lo posible diferentes a esta selva donde nos matamos y revivimos creando una danza de sangre con los días. Por eso hay que proponerse en ese caso nadar a contra-corriente: más bien convertir los días en una canción que se junte con otra para lograr el reconocimiento de la dicotomía pero sin olvidar la invitación a la liberación de la misma, por ello no planteando una doctrina sino un espacio, no limitándose a hacer un evento, sino buscando comunidad.

72 horas

Rebota y rebota. Y sigue rebotando. Oscila, y oscila. La frecuencia se torna cada vez más invadida por sus propios armónicos, presentando matices cada vez más diversos y atreviéndose a un lugar que no parece por ahora tener fondo. De diferentes lugares llegan a bailar por momentos los ecos que van expulsando esa plataforma virtual para habitar abiertamente y aunque aún faltan días para escuchar la masa sónica que se viene en el rito central, ya se han logrado identificar varios estratos de su resonancia, ejecutados en cadena por decenas de DJs que se juntaron bajo un fin: 72 horas de música electrónica mezclada en tiempo real, en un espacio abierto para la escucha y su baile, y además en constante transmisión por red, de tal forma que se extienda el código a otras galaxias del ciberespacio.

Contra-tiempo

El futurismo no es pensamiento del mañana: es militancia con el tiempo mismo. Porque el tiempo no existe y si se habla de él es porque hay un sistema que lo quiere sostener. Y ante la imposición de un sistema en el algoritmo central de una ciudad, un país o el mundo entero, aparecen entonces necesarias las formas contra-utópicas y los imaginarios de una colonialidad inversa, en la que el mestizo es génesis y no resultado. Es su realidad precisamente la posibilidad de la que emergen tendencias ecológicas capaces de identificar las conexiones entre los entes, a su vez hábiles para permanecer en contacto con el kernel de tal forma que se propicie una real consciencia cibernética: todo enlazado con todo, sin necesariamente hablar de lo que es o no natural. Más bien, aceptando que persistimos a pesar de no haber tiempo que nos pueda condenar.

¿Entonces para que hablar de libertad? ¿Entonces para que el futuro? Pues precisamente porque todo el sistema no está compuesto únicamente de clusters donde el tiempo solo habita la eterealidad; sino donde se hace tangible, en monedas y mediciones, en formas de esclavitud o entretenimiento. La Máquina Audiovisual usa el tiempo como insumo para aventurarse a sus vísceras y proyectar una realidad siempre virtualmente cerrada, tejida para y por su propia manipulación. Y entonces la fábrica para hacer armas, y entonces los combos para recogerlas, o recibirlas, o difundirlas. Y entonces la sangre, y entonces el humo, y entonces la niebla. Y entonces la nieve, y entonces el robo. Y ahí en el suelo, ese Medellín sin nombre, abaleado por las sombras de su nostalgia y al mismo tiempo montado en la caravana tecnológica de los sueños modernos. Ciudad mezquina y danzante, ciudad sucia y reluciente, «ideal para místicos pero habitada por industriales», como dijo alguna vez el nadaísta.

Hablar en ese caso de futuro es permitirse decir muchas versiones de una historia presente, que no por ser especulación inmaterial, ha de ser enclaustrada en el mundo de la fantasía pueril. Sería insensato considerar la ciudad únicamente desde la posibilidad de la supuesta utopía central porque en realidad en Medellín lo que hallamos es una intensa batalla por el tiempo y por la versión de lo que son o no las cosas, donde fuerzas de toda índole militan en un espacio audiovisual, hecho de un tiempo maleable a partir de formas elementales de la luz, el sonido y la vibración. En este valle de éter entonces 72 horas de música no se miden con el tiempo, sino con lo que implica abrir la escucha, que no tiene tiempo y más bien aprovecha esos no-momentos para conectar voces y armar comunidad como si se tratase de hacer puntillismo con ruidos electrónicos.

La otra milicia

Aparecen varios DJs como en el fino paso de una caravana militar, llena de artilugios y protocolos, pero en la que en vez de fusiles, se llevan una suerte de mecanismos acusmáticos. Lo que explota en este caso es sonido y lo que se destruye es toda imposibilidad del movimiento: el llamado al baile. Y así como las bombas matan gente, este tipo de rituales sónicos, la ponen a bailar o la retan a oír. Destruyen todo aquello que impida liberación y prometen un espacio de encuentro pacífico aunque no por ello bajo en intensidad psiconáutica.

Como el antro está en el último piso de un edificio más bien abandonado, logra verse cara a cara con la imponente central operativa del banco más poderoso del país. Desde el otro lado se vislumbra un pedazo de la ciudad: a lo lejos varias montañas juegan con las nubes a disfrazar el viento de un valle que a ratos no se ve entre las fichas de la Medellín supuesta. Y más cerca, bodegas sin un alma, fábricas apagadas en su mayoría, vehículos de carga dormidos, y uno que otro recinto abierto entre los laberintos donde no llega la lámpara de la esquina. En la cuadra solo hay una grieta pero está en un piso alto, entre esas industrias, conjurando un espacio donde aún entre paisajes de neón azul, se venera lo invisible. Acontece ahí arriba, en ese balcón de nadie un rito ciborg donde la máquina sónica se las arregla para resistirse a la utopía reinante de una ciudad imparable, jugando con su misma moneda: no parar de sonar por horas para así reemplazar las fichas del sistema por organismos danzantes, para que en vez del peso de los días, nos habite la levedad de esa escucha que se deja llevar al punto de someter el cuerpo a la pulverización que le implica seguir el ritmo. Y entonces todos nos atrevemos al mundo y dejamos de alguna forma la tiranía de la visión para aprender de esa suerte de motricidad acusmatica que solo el techno permite. Escuchar sin más y desde esa masa sonica que aparece, dejarse ir a la sonoridad y disponer la materia en vías abstractas desde la contemplación del cuerpo y la forma. Vías complicadas para decir baile y nada más que estrategias camufladas de subversión.

80 horas

En realidad no fueron 72 sino más de 80 horas. Acaban de transitar y terminan curiuosamente en el mismo lugar de cualquier sonido diminuto. Sin embargo, importa ahora su eco, lo que representa su escucha y lo fascinante de poder hallar una diversidad musical semejante. Es sin duda un hito electrónico, importante acontecimiento en la matriz mesztizofuturista. Cada uno de los astronautas que se conectó al mixer fue capaz de relevar la magia de las máquinas y con ello acceder a zonas hasta ahora desconocidas en el subsuelo, dejando de paso un aire en el oído que no es otra cosa que inefable augurio de lo que se asomará en el rito central.

Safari cibernético

Y quedamos como siempre… rendidos ante la fachada de la Gran Máquina y sus trampas, pero a la vez con algo más de resistencia, con huecos que se han de rellenar con esos residuos del tiempo que dejamos a veces palpitando en las huellas impulsadas por el beat. Así podríamos tal vez mantenernos silentes en la enredadera de señales, oyendo una cosa y la otra pero sabiendo reposar el baile del desasosiego y hallar mas bien la razón de la serenidad en el aparatoso ritmo de la rueda del mundo. Y aunque los ruidos de la somnolencia siempre piden su turno, no podemos olvidarnos de permanecer atentos, como un mono contemplando la jungla intangible, como un anfitrión de sonidos y luces, como un amante del espacio, que despierta la noche y el movimiento para gozar de eso que llaman música. Queda por eso la escucha esperando esa resonancia, abierta a nuevos puntos donde se revele la topografía de esa ciudad oculta bajo esa otra donde no dan abasto las jaulas, porque no dan abasto los cuerpos rígidos que han rechazado la escucha por su antojo de ego.

Localización

Aunque el rito central promete voces oriundas de planetas más lejanos de lo que alcanza a soñar la materia, son en este caso los locales los encargados de sostener una buena parte de la plataforma sobre la que todo el rito se funda. Es fruto de una especie de trascendencia que solo la música electrónica logra, por eso de estar hecha tanto del alcance industrial de la razón suficiente como de la exploración abierta del cuerpo y la imaginación en la escucha. Esto es bien sabido por quienes desde hace varios años trabajan en sus naves en el área metropolitana, equipadas todas con mecanismos que surcan los estratos subteráneos hasta lograr captar señales de otros planos, como canalizando constelaciones por medio de reacciones electrónicas. Por eso antes de decirle al de afuera que conecte su antena, se abren más bien atmósferas  dentro de la localidad misma, con voces representantes no del mero talento de un lugar adormecido en la sustancia, sino en su mayoría embajadores del nuevo mundo, la colonia que rebota en un grito mestizo no por genética, ni por idiosincracia, sino por la sonoridad conjugada en la mutación, donde se conjugan géneros, épocas, sonidos, voces. Cabe todo en un set y cabrá más en decenas de los mismos que se unen por 72 horas seguidas de fogueo sin pólvora: todo sucede en los inmateriales confines del éter, en el kernel de todos, en la atmósfera común, en ese espacio del subsuelo a donde sólo la escucha llega en tanto se hace más íntima con la raíz del mundo. Por eso es admirable el hecho de que sean los locales los que se encarguen de tejer el preludio a lo que probablemente será uno de los acontecimientos más importantes de toda la máquina cibersónica local, donde se reparten una buena cantidad de códigos para armar eso que seguirá apareciendo en la invisible ruta futura de nuestras voces.

Saywa

Rossana Uribe + Miguel Isaza. Alquimia audiovisual: sonidos, imágenes y palabras entrelazadas en la maraña de la red.