Sin duda era una complicidad. La carretera destapada, en compañía de todas las cartas en juego del invierno; le convirtieron el panorama de la montaña en un escenario que fácil recreaba el transitar de un alma en pena. Un alma a la que le bastó con dar un primer paso para que el cielo reaccionara estruendoso y exhibiera con su luz caudales que marcarían el final de un viaje adentro sin Carón al cual pagarle.
En el descenso, deformadas por la bruma, las ramas de los árboles parecían brazos que en vano buscaban alcanzar su voluntad por llegar a aquel lugar de penitencia. Una casa corroída de techo agujereado, paredes de un pasado blanco ahora amarillentas y una puerta descolgada de metal, que negándose a abandonar su rol de cancerbero debió ser forzada hasta el cansancio por las súplicas de un hijo pródigo.
Adentro, las miradas de todos aquellos él que nunca fueron lo acusaban de volver con un cadáver más. Rostros sin voces cuyos reclamos eran consecuencia de los múltiples intentos propios por negarse; por vivir en casa ajena mientras poco a poco los fracasos se iban arrumando en las esquinas, y los platos sin lavar marcaban el compás de los conflictos no resueltos.
Era tiempo de ponerle orden a la casa.