Trastocar el Poder: epistemicidio y justicia cognitiva

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“Quién refrescará la memoria de la tribu.
Quién revivirá nuestros dioses.
Que la esperanza sea siempre tuya,
querida alma inamansable”
Gonzalo Arango

 


Introducción: hacia una justicia cognitiva

El colonialismo en América Latina, entendido como fenómeno político, económico, social y cultural, se inscribe en una temporalidad específica (finales del siglo XV y mediados del siglo XVIII) que sugiere el inicio y el fin de un período de ocupación caracterizado por el uso sistemático de violencias en un proceso de resistencias y adaptación (Appelbaum, 2007) que dio forma a un complejo “nuevo orden social” en el que, en apariencia, se reconciliaron los sectores sociales divididos con la ocupación española a territorios ancestrales. Así, resulta bastante sencillo afirmar que el colonialismo y el sometimiento de la otredad (representada por los pueblos originarios) terminaron con la ruptura del régimen colonial impuesto por la corona española.

Las luchas de independencia y la posterior fundación de Estados modernos en América Latina son evidencia del derrumbe del régimen colonial del que, sin embargo, esos nuevos órdenes políticos heredaron un patrón de poder que mantuvo intacto el eje fundamental de la dominación colonial, esto es, la clasificación social de la población sobre la idea de raza, es decir, “una supuesta diferente estructura biológica que ubica a los unos en situación natural de inferioridad respecto de los otros” (Quijano, 2000) Así, tanto la persistencia de violencias, negación, exclusión y discriminación de lo no-blanco, lo no-moderno, lo no-racional y lo no-europeo, como las resistencias (estatales y societales) de dar su parte de razón a reivindicaciones que, como las de los pueblos originarios, exigen el reconocimiento de formas propias de organizar la vida en sociedad y que rechazan la supremacía de lo blanco en la estructuración misma de esas organizaciones, prueban que esa dominación de origen colonial se mantiene vigente hasta nuestros días.

Tal dominación no habría sido posible (o no en la magnitud que conocemos) si no se hubiese desarrollado, para tal fin, un arma que pudiese erradicar, desde el momento mismo de su maquinación, cualquier rebelión, cualquier cuestionamiento o cualquier fisura que hubiera podido dejar sin fundamento ese nuevo orden de poder racialmente jerarquizado. Fue la codificación de la diferencia fenotípica entre conquistadores y conquistados, y la consecuente asignación de los lugares sociales que unos y otros debieron ocupar, la condición de posibilidad de la emergencia y consolidación de una discursividad pro hispánica que exaltó lo blanco por sobre lo indio o lo negro, lo católico por sobre lo pagano, lo racional por sobre lo irracional, lo moderno por sobre lo no-moderno y, en últimas, lo hispánico por sobre lo no hispánico.

Siguiendo las ideas de Michel Foucault desarrolladas en “El orden del discurso” (1992), intento demostrar cómo aquella discursividad pro hispánica terminó por consolidar, en Colombia, un orden de poder multiexcluyente, plurirracista y cognitivamente prejuiciado que mantiene viva la dominación colonial a través del sostenimiento de la colonialidad del poder (Quijano, 2000) como fundamento del relacionamiento Estado – Sociedad y Sociedad – individuo.

 

 

 


Sostengo que es necesario plantear la necesidad actual de reconocer el daño histórico que la supresión (u ocultamiento) de la diversidad cultural ha tenido sobre las maneras en que se tejen las relaciones entre semejantes y diferentes; para esto, recurro a la idea del trastrocamiento foucaultiano como estrategia para cuestionar el orden de cosas
establecido y en procura de lograr aquello que Vivas Hurtado (2013) denomina justicia
cognitiva, que no es otra cosa que la necesidad de que la sociedad dominante acoja e
integre, en su seno, la diversidad epistémica negada por siglos.


Enrarecimiento del discurso y colonialidad del Poder, o la fórmula para suprimir la diversidad cultural.

La raza, en su sentido moderno, no tiene historia conocida antes de América; es
posible que se haya originado como una referencia a las diferencias fenotípicas entre
conquistadores y conquistados (Quijano, 2000), esto es, como un criterio para diferenciar lo blanco de lo indio o lo negro. Lo más importante es que con prontitud la idea de raza se construyó como referencia a supuestas diferencias biológicas entre esos grupos de personas; diferencias insalvables que sirvieron para establecer relaciones sociales de dominación que asociaron las múltiples identidades con los lugares y roles sociales que las personas ocupaban en una jerarquía que clasificó a las poblaciones según su condición racial.

La idea de lo biológico jugó un papel fundamental en dicha clasificación pues permitió naturalizar lo que en principio no fue más que la percepción de la diferencia del color de la piel, los rasgos faciales, el color de cabello o la estatura. Naturalizar fue entonces de lo que se valió la discursividad pro hispánica para legitimar el orden de discriminación basado, no ya en la diferencia racial entendida exclusivamente como indicadora de las diferencias fenotípicas, sino en un sistema de diferenciación que asignó una serie de atributos inherentes, o una personalidad específica, a cada uno de los grupos sociales racialmente diferenciados.

(A propósito de las muchas clasificaciones que se hicieron de los grupos raciales, ver (Appelbaum, 2007, pág. 27): “Trejos […] señaló que los indígenas eran perezosos, egoístas, pobres y alcohólicos, y que además monopolizaban las tierras del distrito y sus minerales. Por el contrario, la raza antioqueña (blanca) era conocida en todas partes por su amor al trabajo, genio emprendedor, cumplimiento de compromisos[…]”

El rechazo de lo hispánico hacia lo no hispánico no se redujo, en absoluto, a lo
relativo a la diferencia racial. Aquella fue una construcción discursiva de la que se valió
el orden colonial para someter, a su paso, las diferencias culturales que separaban a los
nativos indígenas de los esclavos negros y los conquistadores blancos. En ese sentido,
la dominación colonial dio cuenta de un complejo proceso de subordinación cultural en
el que se sometieron, también, las epistémes y demás elementos culturales propios de
los pueblos conquistados. Vivas Hurtado (2013), en su análisis de la ciencia literaria (en
Colombia) y sus deudas con las narrativas de los pueblos originarios, explica que:

[L]a subordinación de nuestras letras a las recetas preestablecidas por Europa
para la práctica de la imaginación ha rechazado cientos de posibilidades distintas de representar y conceptualizar la vida humana, animal y vegetal en las diversas regiones de Colombia que no son colombianas en el sentido cultural del término, es decir, prohispánicas, católicas y monolingües. No lo son y no tienen que serlo puesto que no emplean el español para pensar las relaciones entre seres vivos y territorio. De ahí que tanto la ciencia literaria como la literatura en Colombia hayan ignorado que, en el territorio colombiano, con un total de 65 lenguas nativas vivas y más de 104 culturas distintas, también existen formas desconocidas del arte verbal y no verbal por fuera de la escritura y de los géneros literarios inventados en Europa.

Lo expuesto hasta este punto da cuenta de un desarrollo discursivo particular que
posibilitó legitimar relaciones sociales de dominación cultural, a través de la apelación a diferencias biológicas insalvables que justificaban el posicionamiento de unos (blancos) sobre otros (no blancos) en una jerarquía racializada de poder que, por su carácter natural, era incuestionable. De esta manera, y de la mano de Foucault (1992), empieza a ser clara la manera cómo el orden colonial enrareció – entiendo el concepto de enrarecer  como la manera insospechada en que cambia el orden previo de cosas a través de la introducción de un nuevo orden discursivo-  el discurso consuetudinario de la Abya Yala (América Latina) precolonial con el fin de legitimar un orden de poder sustentado en la diferenciación y en la discriminación racial y cultural. Este enrarecimiento abogó por la ilegitimidad e invalidez de las discursividades ancestrales de los pueblos originarios (indígenas y/o negros) y, en ese sentido, procuró dominar (conjurar) los posibles peligros de rebelión a los que se exponía el orden colonial si permitía la existencia y expansión de las otras lógicas no hispanas -entiéndanse como idiomas, saberes, prácticas y, en general, formas culturales no semejantes a lo hispano-.


Epistemicidio: definir quiénes hablan, de qué hablan y cuándo hablan.

La invención de la raza como criterio de clasificación de la población en América
Latina implicó, también, que el orden moderno en expansión rechazara sistemáticamente los saberes indígenas (afros o nativos) arguyendo su invalidez
discursiva, con lo que el pensamiento ancestral quedó reducido a mitos, leyendas y
fábulas. En esta medida, se impuso el pensamiento grafocéntrico, racional y científico como “única medida del saber legítimo”.

Los conquistadores comprendieron (a la manera de Foucault) que la limitación y el
condicionamiento de la producción de los discursos eran necesarias si de mantener y
legitimar las relaciones de dominación se trataba. De esta manera, se valieron de
prohibiciones (hablar la lengua propia, por ejemplo) y de imposiciones (la obligatoriedad de aprender y hablar el castellano) para asegurar el control y la
predicción del comportamiento de los conquistados. Esta estrategia de validar lo
hispánico y de rechazar todo lo que tuviera aliento aborigen o negro, esto es, negar las
producciones mentales de los otros no blancos, no se detuvo en el hecho sólo de dominar y someter las discursividades indígenas, sino que condujo a una política (una voluntad) del exterminio de la diversidad epistémica y a una supresión del derecho al conocimiento. A este rechazo y eliminación simbólica de la discursividad del otro racializado la llamamos, como ya lo hiciera Boaventura de Sousa Santos (2010), epistemicidio.

Hasta aquí, podemos entender que la dominación de los saberes de los pueblos
originarios de la América Latina implicó la colonización de las mentes como
fundamento para consolidar la colonización. Dicha dominación implicó, además, la
construcción de una discursividad pro hispánica que exaltaba lo blanco, lo católico, lo
racional y lo monolingüe como los valores fundantes de un orden civilizado. En
particular, la prohibición y supresión de las manifestaciones epistémicas de los pueblos
originarios constituyeron, si leemos desde Foucault (1992), la aplicación de un principio
de exclusión en la que se contraponían la validez racional-científica de las
construcciones mentales de los blancos conquistadores y la invalidez del que sería
llamado el folklor de los pueblos originarios: mitos, leyendas y fábulas más asociadas a
la imaginación y la emocionalidad. Así, este principio de exclusión contribuyó a la
legitimación de la supresión (o al menos la invisibilización) de la diversidad epistémica
en la América Latina colonial y republicana.


Justicia Cognitiva: trastocar para refundar

La experiencia colonial instituyó, en América Latina, un orden de poder racializado
que clasificó a la población a partir de ideas arbitrarias que rechazaban la no hispanidad de las formas de organización y producción de los saberes de los pueblos originarios de la región. Sin embargo, la caída del orden colonial y la fundación de las repúblicas latinoamericanas no contribuyeron a la desaparición de las ideas discriminatorias que fundaron primeramente esos órdenes políticos: la manera naturalizada en que se comprendieron las diferencias entre los grupos racializados cristalizaron la idea de que,  en efecto, la naturaleza había definido los roles constitutivos que unos y otros ocupaban en la jerarquía social (racial) del poder. Este razonamiento es el que nos permite plantear, de la mano de Aníbal Quijano (2000), la persistencia de la dominación colonial (del poder, del saber y del ser) como el fundamento de las relaciones de poder en los Estados modernos latinoamericanos.

Es esta idea de la colonialidad del poder (la permanencia de la dominación colonial sustentada en la clasificación racial de la población y en el rechazo de lo hispánico por lo no hispánico) la que ha definido históricamente los lugares sociales de las producciones discursivas, y sus prácticas derivadas, en la institucionalidad estatal. De esta manera, se ha asumido que el conocimiento legítimo es aquel que adopta las formas racional-científicas eurocentradas, entendiendo que las culturas ancestrales no (necesariamente) suministran “dinámicas del conocimiento o formas del arte dignas de ser aprendidas, preservadas y hasta enseñadas […]” (Vivas Hurtado, 2013) Así, se entiende que nuestros órdenes políticos, comprendiendo la importancia de la discursividad en el ejercicio de su legitimación, han optado por determinar y reglamentar la condiciones en que unas discursividades son más o menos válidas. Esto constituye, volviendo al orden del discurso de Foucault (1992), un ejercicio de poder que ha delimitado las maneras en que los individuos pueden acceder a determinadas discursividades: una selección de los sujetos que pueden hablar, de lo que pueden decir y el contexto en el que lo deben decir.

No obstante, los siglos XX y XXI se han caracterizado por la emergencia del movimiento indígena, mismo que ha logrado, a través de sus demandas de justicia, poner una agenda política que reivindica los derechos de los pueblos originarios presentes en los Estados modernos occidentalizados. Gracias a la atención internacional que hoy pesa sobre las condiciones en que viven los pueblos ancestrales en todo el mundo, es que han emergido (a su vez) posicionamientos políticos y académicos que sostienen la necesidad de reconocer la validez de los discursos indígenas frente a los discursos blancos y occidentales. En esta medida es que planteamos aquí la necesidad de que los Estados en América Latina emprendan acciones encaminadas a garantizar una justicia cognitiva (Vivas Hurtado, 2013) que no es otra cosa que el reconocimiento de la diversidad cultural (y en consecuencia epistémica, del saber) constitutiva de las sociedades latinoamericanas.

Para ello, sin embargo, es necesario un cuestionamiento profundo de las bases que
fundamentan nuestro orden político, con el propósito de reconocer el entramado de
ideas racializadas que originaron nuestros regímenes políticos y que hoy, subrepticiamente, continúan sosteniéndolos. Esta es la idea foucaultiana del
trastocamiento, entendida aquí, además, como la condición de posibilidad (como el
despertar) para refundar el orden de racializado en un orden que actúe de la mano de la diversidad cultural. No es posible la consecución del principio de igualdad en los
Estados liberales modernos, si no se asume que se debe reconocer la igualdad en medio
de la diferencia. No es posible consolidar un orden de poder fuerte si no se reconoce
antes que el distanciamiento y la supresión cultural constituyen fisuras antes que puentes en los que se pueda construir interculturalmente.


Bibliografía

Appelbaum, N. P. (2007). Dos plazas y una nación.

de Sousa Santos, B. (2010). Descolonizar el saber, reinventar el poder.

Foucault, M. (1992). El orden del discurso.

Quijano, A. (2000). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina.

Vivas Hurtado, S. (2013). Ñuera Uaido: la palabra dulce o el arte verbal minika.

Texto realizado por: Duván Felipe Pabón, politólogo.