Para quien levita entre los polos de la materia, solo es una y simple la tarea a fin de cuentas: tratar de reducir lo que ingresa, disminuir lo que sale. Dejar pasar, filtrando cada vez menos datos que por cuestiones ajenas a esta reflexión no es relevante detallar su particularidad, pero son importantes a la hora de considerar la posible estabilidad de una onda, además ya tener un sentido, al menos como vibración extraña, al principio incómoda, quizás por nuestra costumbre a la inestabilidad, esa extraña ruta de la curiosidad que siempre implica un tránsito por el caos.
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Quien se dispone al riesgo, sabe por un lado que debe aceptar cualquier resultado de lo que haga, como quien asume el ardor antes de tocar la llama y se sabe leve con solo oler el aire. Es entonces cuestión de acercarse a las artes del límite donde una frontera cualquiera acepta tanto el mundo confinado a algún tipo de conocimiento, como aquello que la frontera misma le traza a la ignorancia. Se vuelve una suerte de necesidad de saberse en el límite, diestro en desprenderse hasta dejarlo todo por completo, apostar la vida con el silencio y desde ahí, saberse nadie. Así el límite es entonces la posibilidad de lo nuevo. Y de hecho siempre están los límites entre las cosas, como un reconocimiento de hasta donde llega lo que hay, pero también como un augurio del mundo vicario que le espera a todo aquel que no se suelta de lo grávido. Por ende pertinente curar el ingreso de información como quien se preocupa por su comida, como quien reconoce de lo que hablan las imágenes, los sonidos y los textos, reconociendo sus límites, sus formas y a dónde atraen sus fuerzas. Es como si un oído se abriese de repente a la escucha de cualquier entidad, sabiendo que abrir el oído es un riesgo profundo, pues nos dispone a señales que a menudo ni nos percatamos que ingresan. Por ello se necesita quizás una suerte de estrategia ante el ruido, la cual nos permita por un lado arriesgar: lanzar el cuerpo a la deriva, dejar que la textura del antropoceno nos exprima el ser; por otro lado cuidarnos: saber conservar el límite, el punto justo, la táctica adecuada para mantenerse en pie.
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Los humanos aparecen como objetos entre otros. Lucen intersticios, cruzando particularidades, intercambiando mundos. Lo más probable es que en lo que llamamos mente, sucedan los mundos de una forma similar, lo cual sería dato importante para tener presente en nuestras rutinas: eso de saber que es posible ubicarse fuera de lo antropológico, pues siempre se vive entre el sueño y la vigilia, en el bardo, habitando en sentido hipnagógico, pues el mundo soñado y vivido termina configurando un estado de cosas conjunto donde los objetos del sueño no son más o menos objetos que aquellos de la vigilia. Cada uno tiene sus particularidades en su mundo, pero como objetos, cumplen una ley básica: ser, o no.
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Quizás una de las consecuencias más evidentes y a su vez profundas del antropoceno recaiga sobre el hombre mismo y sea precisamente el llamado crudo a abandonar cualquier modelo de realidad como aquel reinante sobre la definición de la misma, que de hecho, al ser pretendidamente totalizante y unitaria, no permite el mestizaje que la red misma implica. La inter-dependencia entre los diferentes entes y la responsabilidad cósmica que tiene el humano a raíz de aparecer en un rol mínimo dentro de las grandes historias le implican un constante riesgo. Pero a su vez, son la prueba fehaciente de la profunda capacidad que tienen los objetos antropomórficos a la hora de incidir en el teatro de lo real. Es una paradoja constante: ser poca cosa, incluso escoria, para el entramado de todo lo que hay. Al mismo tiempo poder hablar tanto, influir, tocar el mundo. Saberse entender desde ambas dinámicas implica un riesgo que se traduce a modo de desprendimiento con aquello que el límite le supone a la presencia. La posibilidad de pensarnos en red desde esta lógica, establece una nueva consideración del cosmos en la fragmentada especulación se logra entre los mismos entes, que se relacionan a veces sin saber que lo hacen, como algo que toca el infinito creyendo que es una partícula de polvo insignificante.