Mitología cibersónica de Islandia a Bogotá

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Tomar un medio terrestre, buscar la ventana y fijarse: la ciudad cada vez más lejos, las montañas cada vez más cerca. Bajarse del auto en el aeropuerto. Tomar un medio aéreo, atender también a la ventana y esperar; A que se disuelva el mundo y tan solo se muestre el tapete gaseoso del cielo. Suspenderse en él, para husmear el sonido de una nube silente que se hace entender entre la turbina del aparato volador. Bajarse del medio aéreo, tomar otro auto y acercarse a la ciudad. Las montañas son menos ahora que la sabana, y el enigma de la fría metrópoli se extiende hasta por donde no deja ver la lluvia.

Ya el valle donde reposa Medellín es tan solo un imaginario, un leve recuerdo, como el que tiene alguien tras ver una bestia en el bosque; como una ciudad que se recuerda en las calles de esta otra que pese a ser su hermana capital, se distancia, se aparta, se limita en sí. El mestizaje entre los territorios es evidente pero sin duda Bogotá tiene un aire que pese a ser indescifrable por la maraña de sus complejas dicotomías internas, se vive con un gozo extraño, con una felicidad que solo se halla en las comisuras del concreto de las grandes metrópolis, como respirar en las alturas de esta ciudad-animal, máquina extraña de algoritmos sin fondo, donde se supone, estará mañana abierto un lugar donde un trío de islandeses, oficiaran un ritual con éter.

Recorrer

Atravesar el entramado vial de Bogotá es asombroso: cuanta imagen aparece y cuanto suceso uno se encuentra le enseñan a distinguir rasgos que particularizan cada región del país. En el trayecto está todo Macondo: en la cantidad de músicas combinadas, en el absurdo social y los contrastes arquitectónicos, en los laberintos de calles, en lo agreste de las aceras, en los tantos y tan excelsos graffitis, en la tormenta de risas misteriosas, en la suma de acentos, en el bus que se hunde en un charco, en la belleza extraña de su clima, en las doscientas cuadras que hay que sortear para llegar al ritual donde habremos de irnos.

Esperar

Tomar un medio terrestre, habitarlo por más de dos horas, entre todos los fenotipos, entre todas las miradas, entre incógnitas en los oídos, entre nadie, entre usted y yo. Bajarse del bus, ingresar en el recinto donde será el ritual. Escuchar los demás artistas y esperar. En un punto de la noche, tras fascinantes presentaciones de otros magos, aparece en el aire un drone, un loop, un ambiente. No ha salido nadie pero un sonido constante comienza a disponer el tejido colectivo. En los oídos, ni un álbum de ningún Sigur Ros. En la mente nunca escuchados. En la voluntad, evidentes, conocidos, necesarios.

Tanto si es un fruto de la planeación como una revelación de la serendipia, es bueno reservar de vez en cuando espacio en los oídos para encontrarse con ciertos músicos en persona. No es siempre la mejor decisión escuchar un artista primero en su versión en estudio y algunas veces la dimensión del ritual en vivo es mejor sin un previo conocimiento de lo que ya ha sucedido en la grabación. Así Sigur Ros aparece ante este servidor como una pregunta cultivada, un espacio abierto en la memoria, un futuro que viene de atrás.

Callar

El drone llega a un punto de generar concentración, disposición, escucha. La ansiedad no tiene más a donde ir y todo el mundo está tan presente, haciendo del silencio mayoría y relajando los oídos para recibir una masa de frecuencias que hasta este punto, no se esperaban pero se sentían, como una tormenta que se vislumbra en las nubes, como un temblor que se ve en la arena, como un presagio de algo desconocido.

Las voces se van reduciendo y aparecen meros oídos, meros ojos, mero estar. Y entonces, de repente, tres siluetas, supuestamente humanas, en el supuesto escenario, con la supuesta audiencia. Dudar de su humanidad a causa de los malabares supranaturales que en los siguientes minutos harán. Dudar del escenario, por saber que en unas horas se volverá recinto de un ofrecimiento a deidades de dudosa composición: por un lado tan robótica, por otro tan ancestral. Y dudar de la audiencia, que al final del concierto quedará disuelta en la sonoridad para no ser más que un espacio donde el eco habite.

Rezar

Un humo extraño, baterías con amplias resonancias y una voz que aparece al principio como una mera nube, difícil de distinguir de las que se muestran en la pantalla tras los oficiantes. Con el tiempo toma una forma más propia en su envolvente, más acusmática, imposible de atajar con los ojos abiertos. Todo el rito implicará una constante dinámica de sinestesia, un constante abrir y cerrar de ojos, para saber la voz aquí y allá, para sentir el mundo hecho y deshecho, para saber que los sonidos y la materia habitan y no habitan el mismo espacio, el mismo templo temporal, armado entre pantallas, estructuras de luz, contrastes sónicos y un sin fin de lenguajes cruzados en tiempos cruzados que no tienen de otra que asomarse en una noche llena de estrellas, con un cielo despejado de una forma que pareciera adrede: era como si al escuchar semejante orquesta cósmica, cada una de las nubes se abriera para dejarle a la luna cobijarse también en el sonido.

Hay pocos músicos hoy en día capaz de alcanzar un lenguaje tan propio que pueda servir para establecer una cosmovisión. Cada canción un rezo, cada tonada una verdad, cada momento, sublime. Por lo general hoy día muchos músicos se limitan a meramente participar de la constitución, del orden, del cosmos, del mundo. Pero otra cosa es crearlo, proponerlo, sugerirlo, deshacer desde las entrañas el universo para atreverse a proyectar otro. Hacer mundos, habitables; con otros tiempos, con otras formas, con otros espacios. Aún así capaces de familiarizar con otros, como razas amigables, con sus propios entornos de socialización, sus políticas y programas. En el caso de Sigur Ros, se trata de una suerte de sistemas compuestos desde sonidos e imágenes que retratan mensajes abstractos pero de alguna forma inteligibles, como en cualquier otra religión. Su formato es tan elevado como terrestre, tan mítico como matemático. Sus cantos son toda una panacea hermenéutica, espacio abierto a toda línea, a todo esquema. Es pura libertad del sentido, como cuando uno escucha y sabe del mensaje aun cuando no logre nunca desencriptarlo por completo. Pero no habrá necesidad: no es cuestión de descifrar, pues no se trata de un código lógico. Es más bien una cuestión de flotar, de suspenderse, de entender al escuchar la sinfonía etérea, dejándola en su plano, aceptando su dimensión, sin pretender entenderla o llevarla a estratos de la razón que, evidentemente, no le compenten.

La particularidad de este proyecto islandés pareciera precisamente la manera como se integran las posibilidades de la máquina, la electricidad y lo digital bajo una directriz primigenia, arquetípica, mitológica que sabe ubicarse en sus propios lenguajes sin transmitir un mensaje esotérico, sino todo lo contrario: abierto a cada par de oídos, a cada corazón, a cada partícula de aire que se alía con el falsete de Jonsi y para juntos inventarse universos. Así los aparatos no son mero artilugio y las capacidades de la máquina audiovisual no se emplean como un medio barato de distracción. Todo lo contrario: el ciborg aquí no teme ser chamán y, durante toda la liturgia, puede sostener una visión elemental y mística del mundo, sin que se detenga el amplificador, el punto de LED o el eco de un delay que se le suelta a la voz para extenderla en otras esquinas del tiempo junto a cada rasguño que deja en la cóclea la distorsión de una guitarra azotada por un arco de violín.

Descender

Lo primero que suena y se ve es una abstracción entre el caos y el orden desde la cual se propone un llamado a las deidades que ofician el rito. Se trata de un reconocimiento con las formas mismas de un territorio que se forja al adentrarse en otros modos de sensibilidad, que al parecer solo se obtienen con unos minutos a solas inmerso el ruido de la noche de cualquier alma o la escucha del murmullo de alguna voz intraterrena. Por eso, descender: ir al fondo, sentirse telúrico, mineral, infernal. Saberse elemental y demonio, saberse oscuro y sucio. Y ahí entonces conocer las propias potencias, adelantarse al ego desde la visión, y desnudarse hasta de la desnudez misma. Todo desciende y hay por ello que auscultar esos reinos, primarios y anteriores si atendemos a la línea, pero atemporales si nos escapamos de ella. Así la descendencia es la alerta que se resuelve en el más crudo estado de las cosas. Y entonces el ruido, y entonces la batería, y entonces las luces frenéticas, y las galaxias que se vuelven infiernos que se vuelven personas, que se vuelven momentos que se lleva el tiempo al sonar.

Ascender

Y entonces el éter, puro, ahí tal cual. Y entonces uno sin nada más que su ausencia, ahí, puro, tal cual. Sin prenda alguna que lo proteja, pero tampoco frío del que refugiarse. Y entonces el cielo colmado de estrellas, y entonces el halo multicolor de la luna, y entonces las formas del vonlenska, y en un momento: nada más, tan solo ecos de ecos, persistencia de la vida más allá de la materia. Y entonces el sonido como evidencia de un mundo acusmático, sin cosas, el akasha: mundo furtivo, iluminado, alto, suspendido, donde el ser yace desprovisto de todo límite por carecer de intención alguna, por estar pleno simplemente estando, simplemente siendo, simplemente ahí, flotando en una escucha transparente, sin filtro conocido, sin necesidad de algo diferente a sí misma.

Subscender

Pero no es que uno ascienda hasta el infinito. Más bien se devuelve, con el infinito en el bolsillo. Y entonces devolver el todo a ser parte, y saber cada parte un todo. Hacer de la materia, sonido; y aprender la vía inversa. Servirle a los dioses como se sirve a un animal, sin perder de vista lo que los unos gozan y los otros intuyen. Saber las diferencias de todo dualismo pero al mismo tiempo sopesar los miedos ante la adualidad, para escuchar una verdad que aparece en ráfagas de luz, monolitos que ascienden a ningún arriba, más constelaciones, con más arquitecturas abstractas y dinámicas propias de organismos de éter y magma, de la cosmología integral, esto es, de la exquisita hipnagogia: la muerte y la vida juntas, el sueño y la vigilia aunadas, conscientes de la comunión y al mismo tiempo capaces de manifestar su dicotomía como un orden dentro del caos. La subscendencia aparece a la manera de quien enseña una ecología sin gente, llena de dudas pero rica en causalidades en tanto es rica estéticamente. Oscura por estar llena de luz, pero también por ser eminentemente sonora. Tal vez por ello siempre se ha dicho que el sonido es la mas fidedigna forma de encuentro con las estructuras de esa realidad que nos promete nuestro inmaterial siglo.

Volver

La virtualidad de Sigur Ros es asombrosa. Su capacidad para establecer un ritual tan lleno de vida y en igual medida imposible de describir, no es sin embargo una molestia sino más bien la invitación a culminar siempre en la escucha, donde ningún cielo, ninguna tierra, aguardan por nosotros. Y entonces volver: para irse más. Y tomar un medio sonoro. Flotar en la escucha y quedarse en la ventana, para así conocer lo que no se ha dicho, y escuchar las maravillas de ningún lugar de la materia. Sentir el éter como quien bebe de la sensación de sentirse fugaz. Y luego tomar el mismo medio sonoro, para bajar a la tierra; eso sí: sin tocar la lava, para no irse a quemar:

Miguel Isaza M

Cosa oyente y parlante.