Mircea Cărtărescu: La utopía de la lectura

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Fragmento de la conferencia magistral en la inauguración de la 77ª Feria del Libro de Madrid.


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Una luz fría y cegadora de septiembre, unas bolas enormes, rojo-anaranjadas, de escaramujos en cuya curvatura se refleja el mundo. La verja cargada de madreselvas que visitan las últimas abejas. Estoy en mi terraza, envuelto en la inmensa luz del otoño, bajo unas nubes de otoño, compactas, reventonas, indiferentes, bajo las cuales podrían suceder crímenes e incestos, guerras fratricidas y torturas sin que su ataraxia se viera perturbada un solo ápice.

Tengo sesenta y un años, me encuentro en el otoño de mi vida. He vivido un nanosegundo en una mota de polvo del mundo que nos han concedido, incomprensible y monstruoso. Pero este instante que vivo ahora, en mi terraza, con un café, junto a mi gato birmano, con las bolas del escaramujo sobre mi hombro, compensa por completo la locura del ser y del no ser y, como una fotografía en la que el otoño brilla con todas sus fuerzas, demuestra que el instante es más importante que la eternidad.

En este momento eterno, leo. Releo la Ilíada al cabo de muchos años. Me he sumergido en el texto en cuanto me he levantado. Ahora estoy leyendo en la terraza trasera de la casa, y he murmurado largo rato los versos del primer canto hasta que me he dado cuenta de lo extraño de la situación. Porque, cuando me he despertado pensando en Homero, no me he dirigido a la biblioteca, sino que he extendido la mano hacia el móvil depositado en la mesilla. En el archivo en el que guardo mis libros esenciales he encontrado de inmediato la Ilíada, junto a la Historia de Heródoto, la Divina Comedia, Dostoievski, Rilke y Kafka. He comenzado a leer antes de espabilarme del todo.

He seguido leyendo en el baño, con el móvil imprudentemente apoyado en el borde del lavabo, y en la cocina, mientras preparaba el café, pero no me he dado cuenta de que estaba leyendo en una pantalla, y no en papel, hasta que no he visto los hexámetros griegos mezclados con las nubes otoñales reflejadas en el cristal rectangular. Las nubes de hoy, literalmente las mismas que aquellas bajo las cuales compuso el poeta su epopeya.

¿Leer a Homero en un móvil? Al principio me he sentido golpeado por la hybris, tal vez incluso por la impiedad de la situación. He dejado el teléfono, en cuya pantalla se amontonaban, en series de hexámetros, los guerreros aqueos. He fijado la mirada en el vacío, sintiendo tan sólo el frescor deslumbrante del otoño. ¿Por qué la Ilíada, que vivió al principio en la laringe de los aedas, pasó imperturbable a la nueva tecnología de los rollos de papiro, luego a la nueva tecnología del libro, luego a la nueva tecnología electrónica, sin mengua y sin añadidos, levitando sobre todos los soportes como dicen que levitaban las palabras sobre las tablas de Moisés? ¿Por qué, mientras la mayoría de los libros son olvidados antes incluso de ser escritos, otros atraviesan los espacios, los tiempos y las tecnologías para que, una mañana de otoño, miles de años después de su aparición, alguien se despierte con el deseo de releerlos?

Miro a mi gato birmano, literalmente idéntico a los birmanos de hace cientos de años, con unos ojos tan azules que parecen recortados y que a través de ellos se viera el cielo, con unas patitas blancas que parecen haber caminado por una bandeja de nata, y pienso en el frágil edificio de la literatura. Escribo literatura desde hace cuarenta años, leo desde hace muchos más. Toda mi vida ha girado en torno a la literatura. No he sido, en definitiva, como le escribía Kafka a su amada, “otra cosa que literatura”. Pero nunca me he denominado a mí mismo escritor.

El edificio de la literatura hacia el que nosotros, las gentes del libro, nos dirigimos desde todas partes, desde todas las épocas, desde todos los pliegues de la historia, se alza sobre un gigantesco amasijo de escombros.

Sí, la literatura es una construcción frágil, un desglose subjetivo. Escuelas, corrientes, autores. Attrezzo barato que esconde una única verdad: que el olvido acaba cubriendo finalmente todos los libros. Cada época consagra a tres o cuatro autores: poquísimos serán leídos también en la época siguiente, mal leídos además, mal comprendidos, reducidos a unos clichés que ellos no compartirían. Así como “the only emperor is the emperor of ice cream”, la única teoría que prevalece es la del caos, la del amor y la del azar. Los seres humanos no saben, literalmente, leer, y en poco tiempo tampoco sabrán, literalmente, escribir. Vivimos la melancolía del ocaso de la Antigüedad, la ruina de una civilización, quizá la propia ruina del hombre. Tal vez nos definan como “los últimos autores” porque hemos sido los últimos lectores verdaderos. Y a pesar de todo ello, la literatura debe seguir adelante.

El edificio de la literatura hacia el que nosotros, las gentes del libro, nos dirigimos desde todas partes, desde todas las épocas, desde todos los pliegues de la historia, se alza sobre un gigantesco amasijo de escombros. Es la montaña de los libros mediocres, perdidos en la anomia y, sin embargo, importantes, porque son ellos los que elevan y hacen visible el santuario. Son libros escritos por dinero, leídos por voyeurismo y arrojados luego a un túmulo tan alto como el Gólgota. Constituyen el noventa y nueve por ciento de los libros del mundo.

El primer piso de ese enorme edificio fue construido por profesionales para los que la escritura es un oficio. Por hábiles cerrajeros, herreros carpinteros, hojalateros y torneros de la escritura. Por albañiles, ingenieros y mecánicos, por aquellos que cuentan con estudios de trigonometría y de resistencia de los materiales. Ellos levantaron edificios sólidos, coherentes, indestructibles, con paredes ajustadas con el nivel y la pesa. Es la dimensión de la escritura que se puede aprender, la que justifica la existencia de los cursos de escritura creativa. A ningún autor le viene mal conocer su oficio. Libros construidos, libros exhaustivos más vastos que la vida, como edificios de cientos de estancias, unos textos asombrosos como Ilusiones perdidasGuerra y pazLos Buddenbrook o La guerra del fin del mundo destacan en este primer nivel de la literatura.

Hay, sin embargo, cosas que no se pueden aprender en un curso de escritura creativa. Que superan el oficio y se dirigen hacia la fragilidad y lo inexplicable del arte. Una vez que los artesanos han construido los volúmenes, las bóvedas y los arquitrabes, hay que decorar la catedral de la literatura. Las paredes desnudas deben cobrar vida, hacen falta frescos y estatuas que den esplendor al edificio. No puedes aprender el estilo, la química de las combinaciones de palabras, la sutileza del encaje de los tonos. Con esa gracia naces o no naces. La llevas en la sangre y no sabes de dónde procede. Aunque infinitamente más frágiles, los escritores-artistas son infinitamente superiores a los escritores-artesanos. “La poesía no se siente con el cerebro ni con el corazón —decía Nabokov—, sino con la médula espinal”. Ningún autor que no sea un artista puede provocarte ese estremecimiento, ese orgasmo final que es el objetivo de los catadores refinados. En este nivel del enorme edificio te encuentras a los creadores de formas y de milagros estéticos, encuentras las Soledades de Góngora y Salambó y En busca del tiempo perdido y Finnegans Wake y Lolita y El arcoíris de gravedad. Si la literatura se hiciera con palabras, según dijo Mallarmé, Nabokov sería el más grande escritor de todos los tiempos. Pero la literatura no se hace con palabras.

En esta palabra, religión, radica todo el secreto de la literatura, que es mucho más que un oficio y mucho más que un arte.

Los dos primeros pisos de la literatura, la parte del oficio y la del arte, se entrelazan en diferentes proporciones en la mayoría de los escritores verdaderos, los que honran su vocación. Pero hay un piso más por encima de ellos, un escalón de una altura abrumadora, insalvable para la mayoría. Para llegar a la cumbre de la catedral de la literatura, hasta el campanario más alto, no hay vía de acceso. Tienes que haber nacido allí.

En una página de Salinger, Seymour y Buddy Glass se encuentran en la oficina de reclutamiento. Bajo el epígrafe “Profesión” del formulario para ser admitidos en el ejército, Buddy pone “escritor”. Seymour, que es el poeta y profeta de la familia, se echa a reír: “¿Desde cuándo es la escritura tu profesión? Yo pensaba que era tu religión”. En esta palabra radica todo el secreto de la literatura, que es mucho más que un oficio y mucho más que un arte. La catedral puede presentar una arquitectura perfecta y estar pintada de forma celestial, decorada con estatuas, arabescos y magníficas vidrieras. Pero si no está consagrada, si no habita en ella un dios, si no es un santuario, nada la diferenciará de las casas de los ricos, levantadas por vanidad y orgullo. Será un cenotafio en el que no está enterrado sino el vacío.

Nabokov tuvo siempre palabras ásperas y despectivas para con Dostoievski. Encontró en sus páginas desorden y torpeza y errores infantiles en la composición. Es cierto, Dostoievski no se puede comparar con Tolstoi como artesano de la literatura, ni con Nabokov como estilista. Pero una sola página de Niétochka Nezvánova vale más que toda la obra de Nabokov, pues forma parte del sistema de pensamiento de Dostoievski, del almacén de su experiencia humana, de su compasión por los humillados y oprimidos del mundo. Sus líneas no sólo te provocan un estremecimiento en la columna, sino que hacen que nuestro cráneo se haga añicos y que nos sintamos por fin libres de nuestros propios demonios. La gran literatura no se basa en la construcción, ni en los temas, tampoco en el arte de las palabras. Ella toca el límite del límite de la humanidad, más allá del cual nos rodea un dios infinito.

Kafka está por encima de los escritores de la modernidad precisamente porque no fue un escritor. Porque incumplió todas las reglas del oficio y del arte de la escritura. Porque vivió toda su vida como un centinela en los límites del lenguaje, que, según Wittgenstein, son los límites del mundo. Ahí donde termina el ámbito de las ciencias, de las artes, de la filosofía, del conocimiento humano, ahí donde la poesía y la fe empiezan a jadear por falta de aire. Hacia el final de su vida, el propio Kafka se convirtió en una carcasa habitada por un dios. Nadie podía ya comprender su voz.

La Ilíada, la Divina Comedia, El idiota, El castillo. A su lado, la gran poesía del mundo, con las Elegías de Duino en la cúspide. Y la catedral se llena de divinidad y la literatura se convierte, sólo ahora, sólo con la luz cegadora del faro, “en la belleza que va a salvar el mundo”.

No escribiría una sola línea si la literatura no fuera mi religión. Y no podría leer a un autor que no hiciera de su escritura una cuestión más seria que una cuestión de vida o muerte: una cuestión de fe. Ya no me queda tiempo para eso. Tengo sesenta y un años y siento el frescor de los primeros días del otoño. Me queda como mucho un cuarto de vida por delante. ¿Qué puedes hacer con un cuarto de sable, con un cuarto de escudo?


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Al final de la Segunda Guerra Mundial, un excombatiente, Seymour Glass (cuenta el mismo J.D. Salinger), es invitado a cenar con la familia burguesa de su prometida, Muriel. Los padres de ésta, preocupados por las rarezas del joven, le plantean la clásica pregunta sobre la carrera profesional que le gustaría desarrollar después de la guerra. Para su consternación, Seymour responde que no querría ser otra cosa que un gato muerto. Naturalmente, ellos toman su respuesta como una prueba más de su locura, sin saber que el maravilloso personaje, el poeta por excelencia (un nuevo príncipe Mishkin, en definitiva), se refería a una antigua parábola zen: “Un gato muerto —responde él— porque nadie puede ponerle precio”.

La poesía es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático que nos rodea. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un terror más tierno. Nadie parece valorarla y, sin embargo, no existe nada más valioso. Sólo la encontramos en las librerías si tenemos la paciencia de llegar hasta las últimas estanterías del fondo. Los poetas no tienen ya estatuas, como en el siglo XIX, ni reputación, como en el siglo XX. Obsesionadas por las ventas y la rentabilidad, las editoriales huyen de la poesía como alma que lleva el diablo. No se puede imaginar hoy en día un destino más dramático que el del poeta consagrado por completo a su arte. Los antiguos arruinaban su vida (en muchas ocasiones también la de otros) por la locura de un verso hermoso, pero confiaban al menos en el reconocimiento de las generaciones venideras. Ellos podían creer sinceramente que la belleza —como dijo Dostoievski— es la salvación del mundo, pero hoy ya no sabemos qué es la belleza, ni tampoco el mundo, y no entendemos qué significa “salvar”. ¿Qué vamos a salvar si vivimos en lo inmanente y lo aleatorio? Sin la perspectiva de conseguir algo a través del arte y, en definitiva, de su oficio, sin la esperanza en la gloria y en la posteridad, el poeta está condenado a la vida asocial y fantasiosa del consumidor de hachís. “El poeta, como el soldado, no tiene vida propia, / su vida propia es polvo y pólvora”, escribía el gran poeta Nichita Stănescu. Hoy, cuando la civilización del libro agoniza y penetramos con voluptuosidad en los espantosos desfiladeros de lo virtual, la poesía es menos visible aún. La modernidad implicaba una civilización centrada en la cultura, una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la literatura y una literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y T.S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la descentralización posmoderna ha producido una civilización sin cultura, una cultura sin arte, un arte sin literatura y una literatura sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han invertido de manera brusca y las primeras víctimas han sido los poetas.

Y, sin embargo, humillada y disuelta en el tejido social, casi desaparecida como profesión y como arte, la poesía sigue siendo omnipresente y ubicua como el aire que respiramos. Porque, antes que una fórmula y una técnica literaria, la poesía es un modo de vida y una forma de mirar el mundo. Expulsados de nuevo de la ciudadela, los poetas han aprendido a luchar con las mismas armas que la civilización que los condena. Se han refugiado en las redes de blogs literarios, donde publican libremente sus textos eludiendo la servidumbre de toda forma de comercialización y han encontrado cobijo en los lyrics de la música rock y el rap, han conquistado las almenas de los videos musicales y comerciales. Han aprendido a competir en los slams de poesía interpretada. Han comprendido la alegría del anonimato, la alegría de la autosuficiencia de producir textos para unos cuantos amigos, han aprendido a protegerse de la brutalidad del mundo circundante y de la vulgaridad del éxito. Nada es más discreto, más admirable y más triste, en cierto sentido, que el poeta de hoy, el último artesano en un mundo de copias sin original, como dijo Baudrillard, el último ingenuo en un mundo lleno de arribistas.

Nada parece hoy en día más ausente de la vida de los rumanos que la poesía. Si le pides a alguien por la calle que mencione el nombre de un poeta rumano vivo, probablemente nueve de cada diez no conozca ninguno. Al mismo tiempo, sin embargo, nada hay tan presente como la poesía. Un sinfín de jóvenes publican poemas en sus blogs, la gente sonríe con los anuncios ingeniosos de muchos productos, con los dibujos animados de Mini Max, con los juegos mágicos de computador que a veces rezuman poesía. La poesía no es únicamente el texto que no llega hasta el final en el margen derecho de la página. Está en realidad en todas partes, en el ADN de nuestras células y en las fórmulas matemáticas, en las mujeres guapas y en los hombres guapos, en la forma de las nubes de verano, pero también en el cadáver putrefacto descrito por Baudelaire, en la ruina y la destrucción. Ser poeta, en Rumania y en otras partes, significa ser capaz de ver la belleza allí donde nadie más la ve: en el gato muerto de la parábola zen, en el más presente/ausente, el más humilde/sublime y el más dócil/peligroso objeto del mundo.


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En realidad, a mí no me han formado los libros, sino la lectura. Existe un mundo de la lectura sin la cual los libros no significan nada. Primero viví el placer de leer, luego la costumbre de leer, y finalmente, la monomanía de leer. Pero estos no son sino los escalones inferiores del acto de leer. Sólo cuando leer se convirtió en una adicción comencé a penetrar en su filosofía, que es la lectura. En el mundo de la lectura ya no lees libros, sino que vives bajo su inmensa bóveda, que está construida con libros pero que los supera, tal y como una catedral es mucho más que las piedras que la forman. Al pasar del leer a la lectura se puede afirmar que das el paso del albañil al arquitecto.

Cuando lees de forma genuina, como los niños, los adolescentes y la mayoría de los adultos, eres como un turista que, sin guía, entra en una iglesia barroca. Admira —o cree admirar— el detalle de una escultura de pórfido o una taracea de la madera dorada. Aquí, un santo envuelto en una armadura deslumbrante, con un estandarte en la lanza. Allí, una Virgen llorosa o la lacería en nogal de la nave. Una bóveda gigantesca, con una oscura alegoría. Pero sin una vida impregnada de cultura, sin el conocimiento de los símbolos básicos ligados al cristianismo, a la historia, a la arquitectura e incluso a la ingeniería, no podrás percibir jamás el conjunto religioso y artístico de esa iglesia, que es una mónada y no una acumulación de objetos. La paradoja reside en que, para llegar a la cultura, para verla desde el interior, tienes que haber estado ya en ella.

Esto no debería desanimarte. El paso de leer a la lectura no es difícil, aunque sea un salto sobre un abismo enorme. Un buen día lo das o, mejor dicho, te das cuenta de que lo has dado, sin saber ni cuándo ni cómo, tal y como una mujer embarazada no participa, de forma consciente, en la formación del feto en su vientre.

Al principio es el acto de leer. Los niños nacen en casas llenas de objetos. Unos cantan, otros tienen pantallas con imágenes, algunos se utilizan en la mesa, otros se parecen a los niños, sólo que no se mueven. Entre esos cientos de objetos hay también algunos, colocados en baldas, que parecen no servir para nada. Se pueden hojear y en sus páginas hay dibujos y signos menudos. Los padres miran eso signos y te cuentan una historia. Cuando creces, aprendes con esfuerzo a descifrar los signos. Es difícil comprender que la escritura es la sombra de los sonidos de la lengua de esa página. Cuando leemos, estamos en un mundo de sombras: abandonamos la realidad y penetramos en el mundo interior de nuestro cráneo. El niño lee para modelar sus propias narraciones como unas estatuas de colores vivos bajo el abombado hueso del cráneo.

Más adelante leemos para enriquecer nuestro conocimiento del mundo, para descansar tras largas horas de trabajo, para satisfacer el vicio de la aventura, el voyeurismo social o erótico, o para no aburrirnos en el metro. Cada uno de nosotros, incluso aunque haya superado el abismo entre leer y la lectura, sigue leyendo de esta forma genuina.

Sólo cuando ya no lees libros, sino que lees la propia lectura, comprendes que la lectura eres tú mismo y que no has encontrado en ningún libro nada que no estuviera en ti desde el principio.

Pero llega un momento en que, tras engullir toneladas de libros con un apetito pantagruélico, se te revela que no lees al azar. Es el momento en que la lectura se interioriza, se confunde con tu mente y con tu cuerpo y en que, paulatinamente, los libros se alzan de nuevo, se recolocan y establecen huecos entre sí hasta que el montón se convierte en un edificio. Porque, si leer es el arte de lo pleno, de los materiales de construcción en bruto, la lectura vive de los vacíos: volúmenes, bóvedas, espacios vacíos combados sobre el suelo, entre muros sostenidos por enormes contrafuertes. Un violín macizo no podría emitir sonidos y en una catedral maciza no podrías entrar. Del mismo modo, todos los libros del mundo, reordenados y jerarquizados por el sistema de la lectura, forman entre sí una gigantesca caja de resonancia. Hay que situarse en su interior para oír la fantástica música del mundo del libro.

Poco a poco te das cuenta de que no lees al azar. De repente te golpea algo que reside en la carne delicada de un libro. Eso que has encontrado empieza a perseguirte, como el recuerdo de una antigua amada o el de la sombra de un sueño. Por primera vez comprendes que no es en el libro, sino en ti, donde ha sucedido algo extraño. Para revivir eso que has vivido, ese déjà vu que es la señal de la verdadera comprensión, relees el libro y luego lees todo lo que encuentres de ese autor. Poco a poco llegas a los escritores espiritualmente vinculados con el primero. Ya no lees libros, sino grupos de libros, luego grupos de grupos de libros, como si al leer levantaras en el interior de tu mente el edificio mismo de la lectura. Aprendes a trazar puntos y arcos entre libros diferentes, y cuando tu edificio está listo, él es tu propio cráneo, en cuya faz interna, con las letras minúsculas de los que escriben la Biblia en un sello, está escrita toda la literatura. Sólo cuando ya no lees libros, sino que lees la propia lectura, comprendes que la lectura eres tú mismo y que no has encontrado en ningún libro nada que no estuviera en ti desde el principio.

Por lo tanto, Dostoievsky, Góngora, Rabelais, Swift, Joyce, Kafka y todos los demás escritores que han sido y serán, son para mí los incontables personajes del fresco alegórico que se extiende por las paredes interiores del edificio de la lectura y que sólo puedes contemplar desde dentro, en su centro y leyendo tal y como vives.

La lectura no te ayuda a ser más culto (eso sería esnobismo), sino a ser una persona más verdadera. A entender mejor la vida, a diferenciar mejor los sueños de las motivaciones. Por supuesto, no todos los libros son para cualquiera. Porque un libro es una colaboración entre el escritor y el lector. Cada uno tiene sus preferencias y sus gustos. Hay sin embargo libros que alcanzan un gran consenso entre los que aman y conocen la literatura.

No voy a hablar aquí de los autores de superventas, aunque no los desprecio. Paulo Coelho no es un gran escritor, pero podemos aprender en él un código ético positivo y fructífero. Tampoco la autora de Harry Potter es una gran escritora, pero ha conseguido hacer felices a millones de personas. Un autor de superventas vende productos estándar, perfectos y útiles como los coches, los frigoríficos o las lavadoras de las grandes superficies.

Un escritor verdadero es algo completamente distinto. Lo notas desde las primeras páginas de su libro. Basta con “palpar” esas páginas con la mente: no son lisas como las de los otros autores, sino que tienen una textura propia: son satinadas, aterciopeladas, rugosas, sientes en los dedos el relieve de un dibujo o la aspereza de un estropajo. Viven, laten, tienen personalidad, te sacan desde el principio de tu banal vida de broker o de dealerlegal y te trasladan a la piel de Raskolnikov o de Julian Sorel o de Leopold Bloom, personas extraordinarias que te hacen a ti también extraordinario.

Lee a Borges y conseguirás ver por ti mismo, brillando en la penumbra, esa esfera minúscula llamada Aleph en la que se concentra Todo, el universo entero, todo lo que ha sido y será. Lee a Nabokov y entrarás con él en el arcoíris para recorrer el aire de color rojo, naranja, amarillo, verde… Lee a Thomas Pynchon y descubrirás quién es la misteriosa V., la mujer desmontable, y cómo ha estado ella siempre presente en todos los momentos fundamentales de la historia del siglo pasado. Un libro es una hiperpelícula, porque de él no emanan imágenes pasivas, sino que éstas son creadas por tu cerebro a partir de tus recuerdos, tus sensaciones, tus sueños y tus lecturas.

Nada puede, por lo tanto, sustituir a un libro. La lectura es el más acabado modo de construirte a ti mismo como una persona verdadera: sabia y sensible y sensual. Y un buen libro, inolvidable, que te persigue siempre, no porque recuerdes su acción, sino porque cambia tu forma de pensar, es una experiencia viva y embriagadora como la droga o como una visión mística.

Siempre, en el período irreal de la Navidad, cuando me levanto muy temprano y las ventanas están heladas de arriba abajo, y a través de su cristal deformado nieva con saña, y yo me muevo aturdido por la cocina, con la luz encendida, tengo la misma visión de lector enviciado. Mientras tomo mi café caliente, sueño con el Libro. Más descabellado que Cien años de soledad, más profundo que El castillo, más inacabado que En busca del tiempo perdido. Imagino un gran equipo de escritores trabajando durante varias generaciones en un solo libro que puedas leer desde la infancia, cuando empiezas a distinguir las letras, hasta el lecho de muerte, cuando ya no las distingues en absoluto. Un libro que sustituya tus vidas pero sin los instantes, los días, los meses, los años monótonos de la vida. En la adolescencia, acurrucado en la cama, leía a veces de la mañana a la noche, se me olvidaba comer y casi respirar porque las páginas —que de hecho casi no veía— describían personas verdaderas, nubes verdaderas, ciudades verdaderas, mientras que, si levantaba los ojos, sólo veía sombras penosas. Me daba cuenta de que anochecía cuando las hojas se volvían rojas como el fuego primero y grises después. El drama de mi vida empezó más tarde, cuando en lugar del Libro me vi obligado a vivir la realidad. Me temo que de ahora en adelante nadie vivirá en los libros, como lo han hecho mi generación y las generaciones precedentes. Y que la utopía de la lectura quedará por ahí, en una colina apartada, como un gran laberinto en ruinas.

De vez en cuando dormitan también incluso los que leen al bueno de Homero. Termino mi café y, tras permanecer largo rato con la mirada perdida en el vacío, continúo con la lectura del Pélida Aquiles, desplegada en la pantalla de mi teléfono móvil. No hay ninguna hybris. Homero sigue siendo Homero. Arriba flotan las nubes de porcelana, impasibles, y aquí, tumbado sobre la mesa, está mi gatito, que me mira con sus ojos de color azur. Las ramas de los rosales silvestres tienen brillantes espinas rojas y frutos anaranjados. El viento tiene un brillo especial en esta mañana de otoño. No se sabe de dónde viene ni adónde va. Pronto desapareceré en la nada, pero este instante es más eterno que la nada. “¡Instante, quédate conmigo”, me digo sonriente, “eres tan hermoso!”.


*Traducción al español por: Marian Ochoa de Eribe, publicado en WMagazín.

Juan Camilo Tamayo

Abstracto, alien, melómano
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