Memoria

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Memoria

I

Majestades de las letras: y si el logos se quebrara y sus pedazos hiriesen sus rostros, aquellos casi siempre sombríos y de pronto perplejos y sangrientos, así, como los de la guerra, los de las viudas y los huérfanos, los de los heridos moribundos en el campo mortecino, y aun así teniendo la posibilidad de sonreír, ya no con una burla por los ignorantes ni con una carcajada por los derrotados en las escuelas de derecho y en los tribunales, sino con una mueca extraña de asombro y de temor, un tufillo pareciera de derrota aún sin aceptar, qué harían, sin ese pedestal que ha sostenido sus cuerpos lánguidos y bien presentados, pero sobre todo, sus palabras y enunciados pedantes, arrevesados y groseros con las que han desarmado y humillado a tanto incauto e incluso desafiado a los santos y a los dioses; qué harían pues ahora sin simiente, tan sólida antes del colapso de todas las verdades, tan segura cuando anclada con toda suerte de ilusiones y de atrocidades, tan aparentemente eterna como las catedrales, que harán ahora que su saber no es más que un montón de jirones, de rarezas, de miseria.

Algunos cantarán con las voces posmodernas camuflando su derrota con el barniz de lo aceptable, ya no inapelable, sino posible y relativo, ya no como una guerra santa, sino como un jarabe paulatino de cianuro, acaso, o de ruda, para adecuar los intestinos a las nuevas modas de la filosofía y de la ciencia.

Traidores son de principio de toda duración, impotentes exhumadores del mito y aún del logos descompuesto bajo sus pies e inclusive en sus gargantas por lo que el hedor de su aliento ahora es más mortal que siempre; pero también colados a la fiesta de los debiluchos postmodernos, los que huyendo de la exclusión de la verdad se refugiaron en la transición de las mariposas, haciendo barullo, fiestas gay y desfiles de gitanas recién hechas.

Majestades de las letras: sin verdades ahora tampoco la mentira sustentará sus voces y sus miradas congeladas, nada, ni siquiera un nombre; pasarán bajo los faros de la noche y al igual que los gatos y que los malandrines un policía les pedirá la documentación justificadora de su existencia: ni Platón ni Kant los absolverá, ni siquiera una obra para perpetuarse en el honor o en la memoria, si acaso, un billete fácil como cualquier parlamentario, o tal vez haya suerte para dormir tranquilo esa noche, allí, en esa casa extensa de las teorías y de las doctrinas donde aúlla la inutilidad, el polvo, y una apenas justa ganas de muerte.

II

Quien ha dicho que aquí viene uno a vivir y no a dar vueltas esperando una promesa hecha incluso antes del nacimiento, allá en el vestíbulo de los antepasados, donde incluso tampoco queda ya memoria, pero en fin, que ha dicho otra cosa muy distinta sobre el sentido de esta sangre, de esta piel y de esta sed con que afrontamos lo mal llamado, lo mentido, desviando la atención sobre los funerales y sobre el cumplimiento de las sentencias que otros ya tuvieron la vergüenza de admitir, al igual que nosotros más tarde, desde aquí, dando vueltas sin parar, esperando, esperando.

III

Nada es tan extraño para negar haberlo visto alguna vez, a veces arrepentidos, o con cinismo pero nunca con honor; quien podría negarlo ahora que la miseria es estar todos juntos y la escarlatina es el color de los tejados; quien, que ha matado a veinte mil en cada primavera y que ha burlado la decencia como un juez republicano; quien cree haber visto algo distinto de sí mismo, anunciado por ejemplo en un diario liberal o comunista, o colgado como un pendón de alguna azotea desde donde también saltan los suicidas.

Arrastrados por el mar, por el viento y la memoria, todos los soplos lisonjeros y piadosos asoman con su espada las gotas de sangre y de sudor de los infantes. Sí los he visto, si me preguntasen, y he sido yo quien los recibió y les ha dado sepultura. No podría negar que todas las mañanas acompañé los mercenarios a las faenas nutritivas de la muerte. Todo al pie: las armas, la bandera, la orden camuflada del cuartel y la justificación necesaria para desmembrar los cuerpos, la decencia y la esperanza.

Una mañana, tan igual a las otras y a las demás del estío y de la muerte. Acaso alcanzo a recordar la brisa de tu boca en las ventanas milenarias de la casa. Podría ser también cualquier color y los aromas sin más serían todos majestades que enaltecen la fatiga y decoran la nada. La ausencia no es posible ni el olvido, muerta en mí te pudres.

IV (Tabú)

Para no ver mi mano que toca la piedra, ni la lanzada por la honda del joven patriarca ni la fundadora de la infamia mística; ni su roce con la rugosidad del miedo ni con la felpa amarga de las purpúreas telas. Para no ver mi mano acariciando el frío de los muertos ni la piel de los resucitados, para no ver siquiera las tumbas y los cementerios; para no ver, en fin, cómo mis manos y mi cuerpo sudan ante la luz oscura de los campanarios, cierro los ojos.

V

Hoy también he puesto mi grano de arena

Hoy como siempre lo he hecho

Hasta completar el monto necesario para una sepultura.

VI

Cuando escucho sus voces, afanadas como la mentira que pretende lucir como una verdad sencilla y cuya demostración se asienta así misma por la pasión con la que es proferida; pero también cautas, cuando la misma argucia contiene todos los miedos y la debilidad del siervo, de ese que escucha aterrado las sentencias descarnadas que prometen un dolor pronunciado como merecido, y entonces nuevamente parecen una verdad escupida por las lenguas perniciosas de los interlocutores del algún dios.

Voces, voces al fin, dotadas de un frenesí funesto, portadoras de las represiones y de todas las vergüenzas, necias, virulentas, amenazantes como la lluvia tormentosa de la tarde, infames como para los muertos lo es la primavera, decoradas como las catedrales pero al fin voces, sombras sin cuerpo, alas sin pájaros viento, solo viento.

¡Ah! Quien creyera en ellas; quien, reclinado en su miedo implorase una palabra y un consuelo; una orden mejor de ejecutoria, de culpa y de condena. Quien creyera en ellas sin saber que son sólo risas sin contorno, miradas sin párpado y sin ojos, miedo, solo miedo.

Renier Castellanos Meneses

Historiador. Doctor en Filosofía. Docente en la Universidad Pontificia Bolivariana.