2017 fue definitivamente un año de explosión sónica para Latinoamérica. Más allá de «Despacito» y sus predecibles situaciones, estamos viviendo una época en la que el mestizaje que nos fundamenta, se torna no solo evidente sino necesario en el mundo entero. Todo el planeta se ve urgido hoy de la hibridez posterior al humano mismo, a su mezcla con todos los objetos, donde la obsesión con la identidad sobre las cosas es sustituida por una banriosidad con respecto a la variación de las mismas.
En este panorama, la tecnología y el ciberespacio funcionan como ejes de un esquema de virtualidad que una vez llega se torna evidente en conexión con los antepasados de diferentes lugares, que parecen ya haberse dado cuenta hace años de la cuestión sónica fundamental: todo el universo, primero suena, luego se materializa, que la vibración es elemental y su escucha es por ende la vía expedita al espacio de espacios, donde todos, sin importar la variación, podamos convivir, lograr algo de paz y sentir sosiego en la misma calle donde a veces podemos darlo todo por perdido.
Latinoamérica no funciona por ello como muchos otros sectores de la tierra. Su magnanimidad metafísica la hace merecedora de su propia física, de su propia ciencia, de su propia manera de comprender las cosas, tan variable como el territorio mismo, tan dispersa, tan marañosa, tan heterogénea como sus manifestaciones. Latinoamérica misma es un mito de otros, que llegaron a donde ya habían otros mitos, ideas, sabidurías. Más allá de si fue hurto o intercambio, hubo mestizaje, que es lo que hoy el mundo grita y que perfectamente se podría entender en términos de la levedad de los días. Como dice David Toop en Océano de Sonido, somos hijos de una cultura etérea: hecha de señales, impresiones, imágenes, impulsos de escucha, de contemplación detenida del ritmo, de atención a la metáfora y la sociedad sónica. El modelo del mestizo, del nómade virtual, del ciborg o afines, es de hecho una evidencia la posibilidad de ser fugaz, ubicuo, virtual, presente en varios lugares a la vez. Para ello mezcla todo con todo y sustituye las fronteras de la materia con formas inmateriales de espacios donde habitan datos que generan otros mundos posibles.
Y todo entonces se mezcla: máquinas, redes, información, patrones, tendencias, géneros, espacios, situaciones; y es allí donde encontramos la real Latinoamérica, esa que nunca se define, que es mero mutante, real como una montaña o un sueño. La de Gabo, la de Rulfo o la de Borges. Una latinoamérica intersticial, hipnagógica, colmada del más exquisito onirismo, solo posible en los sueños del mestizo que siempre ha sabido que el mundo es eso, sueño, y que en nuestro tiempo se proyecta desde la Gran Máquina Audiovisual para experimentar nuevas manifestaciones de la experiencia inmaterial de la vida. Y entonces en imagenes y sonidos se empieza a jugar otra historia, se gesta otra guerra y aparecen otras dinámicas de las ya diluidas fronteras materiales que le abren paso a la mera estancia de lo cambiante.
Nuestra cultura se arma por ello del día a día. La facticidad es forzada y el realismo es tan crudo que no tiene límites. Por eso la subversión es común en una zona que permanece concentrada en la luz del mañana que se cuela en grietas del presente; pero siempre se comporta en la oscuridad de un pasado imposible de superar en tanto su mecanismos aún persisten y el refinamiento de la máquina progresista se deja ver también en la corrupción, la pobreza y las crisis ambientales del territorio. Y entonces más allá de buscar el puesto de la diáspora en una jerarquía improvisada, la cuestión sería reaccionar ante la dicotomía que surge entre esas fuerzas, dado que en la Gran Máquina las reglas son otras y es posible, desde el sonido, construir ficciones tan poderosas que transforman todo lo que materialmente se haga. Y no es una cuestión científica, sino estética, y en esa medida, causal, capaz de proponer nuevos mundos, capaz de no acompañar sino crear una cosmovisión. ¿Cosmoaudición latinoaméricana sería ya ir muy lejos? A futuro lo sabremos. Por ahora que baste reconocer los factores que nos puedan conducir a una consciencia del mestizaje que no caiga en ser mera identidad, para lo cual el sonido ha de aliarse a la Máquina Reactiva y entonces la milicia de las frecuencias lo graban y moldean para permitirle nuevas estructuras y dimensiones, dando paso a una forma cibersónica de no solo expresarse como latinoamericano, sino como simple ente sónico en un universo sin bordes. Por ello el viajero virtual de la acusmática es el chamán por excelencia, el abuelo que en este caso se las ha ingeniado para crear, desde la tecnología musical, nuevas formas de sí. Y entonces nace una ficción sónica en nuestro territorio desde la cual hacer implosión absoluta para de tal modo reconocer la identidad desde la particularidad del lenguaje, del contexto social, de la historia y cómo no, de los espacios en fuga, de las grietas, de lo desconocido.
El futurismo sónico comienza entonces a explotar en Latinoamérica y la manera como los oídos se apropian de la ficción que se produce en la escucha, sobrepasan la idea de música para sugerirnos un realismo más propio: Latinoamérica hecha en la música, armada en el sonido, donde la materia no aparece sino para ser medio de esa transmisión extraña de la sonoridad, donde los cuerpos habitan desde una rutina diferente, donde los espacios no están tan llenos de la basura a menudo atiborrada en lo tangible. La inmaterialidad latinoamericana, con sus conflictos, formas y variaciones se podría entonces entender como un espacio siempre cultivado, desde tiempo inmemorial, por chamanes, por poetas, por militares o por músicos. Hoy estos últimos parecieran reunir a todos los anteriores, y el cantor se convierte en mensajero, canal, puente; espejo donde se refleja un espacio en el que ya se configura un nuevo mundo para el holográfico territorio que nos depara el siglo XXI.
Pero ese pretendido nuevo mundo no será el que antaño impusieron al compás del atrolabio y el deseo del oro. Será un mundo oscuro, acusmático, lleno de sonido y con poco por ver. Mundo etéreo, mundo onírico, mundo fuera del mundo. El mestizaje musical así lo augura, y por tal motivo presentamos esta lista, para buscar cómo la nueva ficción sónica de nuestra zona configura una Latinoamérica volátil, intermedia, que más que un modelo global, es un espejo cósmico, un portal a insospechadas versiones de todo, desde los astros hasta el sentido de un eco. De ello es deducible por qué los géneros no representan aquí un motivo de frontera sino más bien de conviviencia. De hecho es porque así sucede: en un territorio se pueden escuchar todas las músicas y las ciudades latinoamericanas en muchos casos son siempre un encuentro de situaciones sónicas bastante peculiares, cacofónicas, llenas de caos sónico, donde es fácil encontrarse con todo tipo de músicas, de géneros, de formatos. En la calle, en la casa, en un auricular; en todo lado suena de todo, pero no necesariamente todo lo que se rumora responde a la ficción sónica que busque proponer algo radicalmente nuevo por haber nacido en este contexto y reflejado de alguna manera lo que no solo se escucha sino todo aquello que se vive, se ve, se piensa y que puede servirle al oído imaginativo para agrietar y superar estructuras, para disponerse a tejer la subcultura, la otra ciudad. Por ello nuestra selección más que buscar los mejores y los peores, busca los retratos más dicientes, las configuraciones que de alguna manera, creemos que consuman desde la ficción sónica, tantas versiones de Latinoamérica como momentos de escucha.
Y es que escuchar, ayer, hoy, mañana y en estas tierras, es un ejercicio espiritual predilecto, un ritual único para encontrarse con lo que sea que haya que encontrarse, con la sanación para el que padece de mundo pero también con fuego para lo que ya arde, como si el amor y el odio por el espacio fuera lo que configura el mestizaje en su sentido cosmogónico, donde las fuerzas de reconocerse algo particular versus las de olvidarse del género y más bien abarcar la híbridez última, se convirtiesen en polos de un mismo movimiento. Básicamente serían oscilación, sonoridad pura, vibración en su sentido más elemental. Y desde allí se tejería entonces un panorama en el que la música, y más que ello la ficción sónica, aparecen como postura radical, política y religiosa. Detenerse, callar y dejar que el sonido diga es un acto de coraje, intrépido como atreverse a surcar en la oscuridad una calle donde deambulan nuestros más personalizados demonios. En estos lados del globo las circunstancias variopintas de violencia, disrupción, fuga, ingravidez, mezcla, inmaterialidad, pobreza, conflicto, imaginación, magia, futurismo, libertad, ancestralidad, entre tantas otras categorías que tarde o temprano trasgreden toda razón suficiente, generan un territorio exquisito para conjurar al ciber-mestizo en su hipnagogia ontológica con la máquina, donde el hábitat se torna oportunidad para la grieta de grietas, la la red, el mundo sin límites en la radio que soñó Tesla, donde Latinoamérica es aleph: espacio de espacios, urbe de todas las demás, silueta mutante donde la música siempre ha sido fuente predilecta de toda posible cosmogonía. ¡Y pensar que tantos creen que aquí tenemos Organización Espacial, cuando bien lejos llegan todas esas naves que despegamos en los oídos!
20: Natalia Lafourcade – Musas
Sony – RCA
Ya desde 2015 quería Natalia Lafourcade ir a la raíz y qué mejor forma de hacerlo que permitiéndose el sentimiento de lo tradicional para renovar canciones que, dada su poética, melodía, significado, historia y emotividad, definitivamente no pueden quedarse en el olvido de papeles de hace años o fonografías empolvadas. La expresión musical latinoamericana es tan vasta que hacerle un homenaje no solo es un acto de valentía, sino un reto exigente que pocos logran asumir. Menos aún son los que se dan el lujo de salir vivos sin primero caer en el juego de hacer lo mismo por querer lo raro y radicalmente diferente. El hondo navegar de esta cantora de Veracruz, México, no busca por ello en ningún momento alterar la enseñanza sino más bien transmitirla como ninguna otra voz lo había hecho antes. Su melodía logra, desde la forma más simple y tradicional, actualizar canciones que son algoritmos de un tiempo distante, momentos, herencias, ritmos y manifestaciones furtivas que se devuelven en la historia solo con el hecho del eco y el rec.
Su dulzura, su tristeza, su carisma, su seriedad se conjugan de una forma fascinante, siendo componentes suficientes para adherirse al folclor sin necesariamente aturdir la sonoridad con formas que no vienen al caso. Y entonces, es como si pudiese de alguna forma viajar en el tiempo para hacer algo más que hablar con las musas del momento: les empaca maletas a todas y les da boletos para el futuro, para así construir un presente con ellas y sin ellas. Es pura reanimación sónica, espiritismo delicado y romántico que surge en la ardua tarea de renovar, a punta de una voz acompañada de una banda típica, tantas imágenes de tantos momentos. Con una estrategia directa a la reimpresión pero con una táctica impecable en la estética de cada agregado nuevo al detalle, al matiz, a la frase o la pasión, Lafourcade extiende la herencia sin crear museos. Más bien se arma un café, donde puede uno sentarse y soñar con el tiempo que se esfuma en la música grabada en vivo. Musas es poesía popular delicadamente bordada por una digna médium contemporánea, capaz no solo de refinar el rocío de las voces de antaño, sino también de permitirle a esos cantos, habitar sus cuerdas para amplificar de otras maneras pero con ideas más personales, el impulso que alguna vez habrá nacido en el corazón de los compositores responsables de nuestra música: amor al canto simple en los paisajes de la memoria.
19: Ozuna – Odisea
VP Records Corp/Dimelo Vi
Difícil la tarea de urgar en las formas latinoamericanas de reggaeton, trap, bachata y géneros afines, aunque cuando aparece alguien como Ozuna que los configura a todos y a ninguno, podría parecer fácil hallarle fulano al trono. Pero más allá allá del sincretismo latino de este cantante puertorriqueño, habrá en su debut, ‘Odisea’ y sus sencillos de 2017, un código particular, un programa creado específicamente para portar una música que alcanza una ubicuidad semejante a la de un semidios, que abarca más oídos de lo que se puede imaginar. Ozuna, para bien o para mal, sintetiza una nueva forma de hacer reggaetón, capaz de derivar a otros géneros mediante formas cibernéticas de la voz; de bases que buscan tradición pero se permiten experimentar con otros instrumentos y estructuras; y de una estrategia clara dentro de la Gran Máquina donde se gesta una guerra de frecuencias tan dramática como una relación de pareja, donde la voz de Ozuna demuestra un aprovechamiento de todos los elementos del género que busca ser, incluyendo la necesidad de masificación, que es característica natural de toda bomba sónica: amplificación que permite la invasión del sistema operativo en sus componentes más generales. Y es evidente con este artista: sus canciones suenan en el bus, en un almacén de ropa, en una tienda, en celulares, en la calle, en una discoteca, en el cuarto de algún desconocido, en el colegio, en la televisión, en YouTube, en la mente. Entre otras razones, la música popular se gana el adjetivo precisamente por repetirse en cada partícula de aire y exponer en la atmósfera su sello una y otra vez. Ozuna destaca entre la maraña de voces cibernéticas, letras repetitivas y formas, que a ratos no parecieran tener nada nuevo en sus comisuras. Pero es otra la situación una vez la escucha acepta la topografía acústica en la que se edifica una canción del álbum en cuestión, que le permitió la reproducción, masificación, repetición y el abismal ascenso al que aspira todo artista pop. No será por ello extraño hallar en sus letras un materialismo ingenuo enlazado a la pobreza más cruda. Y entonces en un álbum puede haber tanto juego de los cuerpos y las monedas, como de los miedos y las emociones. Y se torna fácil en sus letras hallar el arquetipo del galán latino, la búsqueda de un modelo de hombre romántico oscilando, a ratos sin suerte, en la maraña del capital, donde el reggaetón aparece como nuevo cine, carnal, como una ficción aplicada al movimiento corporal y dinámicas propias de relacionarnos entre humanos en el nuevo milenio. El artista en esta medida se hace consciente o inconscientemente responsable del retrato de los intereses de nuestro mundo: lo que se consume, cómo se aparean los seres y en qué medida explota en la materia un movimiento, un baile, un ritmo, una forma de música con dimensiones capaces de invadir la ficción sónica del otro mundo, del otro continente. El mestizo es aquí una reacción post-colonial, donde es permitido hablar de todo y a la vez manifestar cualquier deseo de forma cruda, aun conservando la creencia, la tradición y la identidad específica del lugar donde se nace. Ozuna es entonces una rama extraña pero obvia del árbol de todos. Su odisea es la del karma, sugiere en la canción que abre el disco. Y de hecho, lo que emite es puro samsara a tope: deseo, frustración, pérdida, busqueda de felicidad, reflexiones temporales, más deseo, carne, fuego, vida tal cual la encuentra, entre demonios y semidioses que van generando fusiones mitológicas para nuevas cosmovisiones de dudosa conclusión.
La típica redundancia sentimental del reggaetón o el trap se ve en Odisea decorada de un tratamiento ciborg de la voz que permite un retrato literal de los movimientos mestizos y el sudor del baile, la batalla con la vida o la cita romántica. No hay filtros aparentes en los sentidos reflejados pero la lírica parece bastante moderada a comparación de otras expresiones del género, no implicando esto que no exista el momento para la repulsión y lo explícito. Las bases parecen a ratos perseguir tendencias electrónicas venidas del EDM, combinadas con reggaetón, algo de trap, bachata, etc, pero bajo unos diseños capaces de recoger las tradiciones al superarlas desde la mezcla de sus componentes. Para bien o para mal, Ozuna encarna una voz fresca e híbrida en la producción de un género que se sostiene no solo por lo nuevo sino por todo aquello que ya ha generado, donde no se exime la redundancia que a ratos parece invadir estilos semejantes. Hay mucho por explorar en todos ellos como para quedarse en las mismas letras, los mismos beats, podría pensarse. Pero en quien disfruta de esta información, suele haber una conexión con experiencias, memorias, momentos, estados, situaciones específicas que configuran la canción y que hacen posible que se conecte con ellas. El mundo sónico de Odisea es por ello un espacio abierto para el mestizaje que el reggaetón propone en su estado más directo, entre romántico y animal, a fin de cuentas sin mucho pudor, más sudoroso y heterodoxo, pero igualmente con una profundidad conservadora, de fé, llena de un drama establecido por el riesgo de jugar ajedrez con el sentido común.
18: V.A – 4300 km, grabaciones de campo de artistas chilenos
Tsonami Records
Hablar de naturaleza, de realidad, de vida, de espacio, de fauna o de industria, en términos de la grabación de campo, es sin duda paradigmático. Esto debido a que la escucha suele plantear espacios propios donde la idea de mundo solo se condiciona por lo que el oyente le impone a la infinita imaginación. ‘4300km’ es una fascinante muestra fonográfica reunida por el equipo de Tsonami, un colectivo chileno que además de un asombroso festival de arte sonoro que realizan anualmente en Valparaíso, cuentan con un sello discográfico en el cual publicaron el compilado del que aquí damos cuenta.
En todo el álbum se logra configurar una sorprendente muestra acustemológica, donde se exhiben tantos sonidos que necesitan decenas de escuchas para ser conocidos de forma más clara. El disco entero es atlas y mundo al mismo tiempo, muestra perfecta de las capacidades del arte sonoro crudo y dispuesto, pero también de la escucha que registra y viaja. Es retrato del trabajo con grabación de campo no solo en Chile, sino en el mundo, siendo Tsonami ejemplo global de plataforma, circuito, nodo, fuente, y representación de un espacio, de una ciudad, de un país. Su modelo es único en el tratamiento del sonido en relación a la cultura, al territorio, al tejido de circunstancias que arma lo que llamamos realidad. Latinoamérica cacofónica se expresa aquí con creces. A la vez se eleva silenciosa, críptica, con grietas sónicas y espacios que se desprenden de cualquier referencia a lo que normalmente consideraríamos latino. Esto debido quizás a que la grabación de campo permite un desprendimiento y a su vez una conservación de referencias que hacen de la acusmática un juego siempre interesante. Algo así como saber viva la herencia en el sonido para poder crear y entender la realidad de los fenómenos venideros; pero mantenerla también muerta, inexistente, para conocer la vacuidad que se desprende en la escucha de lo que se desaparece sin avisar. Para quien acostumbre los espacios que se muestran en las grabaciones, será una cuestión de registro y relación. Pero quien no habita estos lugares ni los conoce, la experiencia de la escucha es la única opción para armar el territorio, hacerse a la idea de algo que es, que se tiene, que habla de; pero por eso mismo es siempre incógnita, silencio, anonadamiento. En este sentido, ‘4300km’ muestra que ese mundo construido en la pura ficción sónica, lo habitamos a diario y aparece más cercano de lo que creemos. Eso lo hace meritorio de estar no solo en los archivos del historiador, sino en la más fina biblioteca musical.
17: Joaquin Gutierrez Hadid – Rumor
Farmacia901
La casa italiana Farmacia901, dedicada al microsonido y al ambient minimalista, publicó una serie de composiciones basadas en instalación, del arista sonoro Joaquin Gutierrez Hadid. Si bien los componentes son ambiguos en cuanto a identidad se refiere, dada la abstracción y carencia de sonido geolocalizable en un tejido tan acusmático como el que propone el artista, es claro que no hay posibilidad de situar la condición latinoamericana de una forma que claramente sería forzada. Sin embargo, es más que el hecho de ser algo que hizo un argentino y se convierte en la oportunidad de saber que es posible imaginar una nueva etapa para el ambient latinoamericano.
Lo que representa «Rumor» es una obra sónica que logra eco en el exterior, de una forma que implica abandonar la idea de «exterior»; su abstracción sónica imprime un aire sin tierra, una vida sin nacimiento, un eco que transmitido sin un lugar fijo que nos haga anclar a determinadas concepciones del contexto. De esta forma se logra expandir la imaginación al punto de revelar territorios particulares del akasha, fascinantes paisajes acusmáticos, zonas privilegiadas de la matriz sónica, como mundos de mero éter donde nacen otras manifestaciones que culminan en realidades materiales. Por ello Rumor es una muestra asombrosa de atomismo sonoro, de fino reduccionismo que no teme a lo cacofónico pero se mantiene en una órbita sinigual: una que no sucede en el espacio sino que lo construye desde el impulso de la resonancia.
16: Matias Aguayo & The Desdemonas – Sofarnopolis
Crammed Discs
A cada ciudadano siempre le llega el delirio de construir una ciudad imaginaria, donde además de la que habita, existan también las otras que se han habitado en los universos de la imaginación. Y entonces así un chileno crecido en Alemania logra mezclar las figuras sónicas de ambos lugares, construyendo no sólo meros híbridos de lo que ha escuchado en cada uno, sino también, y ante todo, creando puntos de encuentro donde parecen respetarse los estilos de cada lugar: aquí entrelazados desde elementos como voces, máquinas o algún instrumento musical más tradicional.
Si uno se detiene ante la carrera de Aguayo y su sello Cómeme, encuentra una expresión mestiza experimental, no tanto por su rareza, que no será difícil de inducir, sino más bien por estar en constante cocción, por manifestar la mutación del surrealismo propio de una manera global de mezclarnos. Y qué mejor manera que reunirse con un grupo de músicos de diversos lugares del mundo, para crear una ciudad común, temporal en la materia pero reproducida sin tiempo en el sonido. Sofarnopolis aparece entonces como un singular punto del espaciotiempo, construido de una ficción sónica que se arma como intersticio de géneros: del post-punk al house, pasando por el krautrock o la cumbia, extendiendo las estructuras de cada género para derretir la escucha y someterla a un viaje lleno de rutas inesperadas y estados intermedios. Se logra percibir una salvaje convergencia de voces, de elementos y personas que superan la jerarquía, y entonces las Desdemonas se adhieren al organismo central para una simbiosis que solo semejantes mentes reunidas podrán reflejar. La extensión de los temas da para que sobre la especulación y sus ritmos permiten tanto bailar como perderse en el viaje mental. Las estructuras variadas no aburrirán al oyente que se deje llevar y el tiempo tras cada canción es siempre diferente de tal forma que no falte nunca el ritmo repentino y el tono sin medida. Por su parte, las letras oscilan entre una fractalidad cruda y formas más sencillas de plasmar lo cotidiano de un lugar intersticial. Los sintes, los efectos, la batería, la guitarra se alían todos para buscar un híbrido tímbrico sinigual donde no parece haber límite aunque sí fluidez en una forma ecléctica de ciencia ficción que se abre a su vez a lo primitivo, donde la composición y la experimentación se exponen a la manera de un ritual que no busca otra cosa que conjurar mundos oníricos y experiencias más profundas al escuchar, como sugiere el mismo Aguayo:
«Queremos que la narración sea especial y reflexionar un poco sobre cómo uno presenta la música hoy en día. Nosotros queremos crear situaciones en las que uno realmente se pueda sumergir en esa música, no solo escuchar un tema sino todos los temas y sumergirse en ese mundo paralelo que siento en mí como The Desdemonas, y como narración de un mundo paralelo, un mundo de sueños»
15: Bad Bunny – Sencillos 2017
Hear this Music
¿Quién se puede dar el lujo de hacer un álbum por inercia? ¿Quién puede hoy ostentar la fama de Bad Bunny con lo poco que tiene publicado en Internet? Mes tras mes, single tras single, remixes y colaboraciones reproducidas como si siguiera el mismo juego que plantea sexualmente su letra. Hay franqueza, realismo, crudeza y reflejo directo del estado de cosas y los valores; pero también espejismo, eterealidad y reflejo directo del desvanecimiento de las cosas y valores. Aunque no haya álbum de Bad Bunny, el año y el personaje suman uno y lo hacen digno de escucha, porque en él se condensa el arquetipo de una actitud con respecto al sexo, al género, a la desigualdad social, al sueño americano, al materialismo o a la creatividad de nuestro territorio. Por construirse en el momento de explosión del trap latino, por la referencia al género mismo, por la actitud irreverente, por la forma de tratar la música de manera plástica y estratégica, por la fachada, por su clara intención de asomarse en cualquier esquina, merece una atención singular en el panorama sónico de nuestra época.
No aplica en Bad Bunny la idea de canción sino la de bomba sónica. No son singles que escuchen pocos, sino maquinas inmediatamente masivas, repulsivas, que se repiten una y otra vez. Es la típica canción que pasa recorriendo la ciudad en autos modificados para que se extienda la onda, como adeptos a una religión del amplificador, de ponerle música al otro, de hacerse sentir desde el poderío del sonido. Bad Bunny es música para sostener una actitud, para legitimar un estado o simplemente para disponer el cuerpo a ciertas potencias animales. Sea lo que sea y por más cuestionable que parezca su lógica, son factores insignificantes a la hora de asumir el personaje: con su voz llena de efecto, su presencia dionisíaca y la energía que le permite el trap. De tal manera que se configure desde su sujeto un espacio que permita reflejar esa Latinoamérica llena de sueños a ratos ajenos, como el capitalismo siendo el nuevo colonizador en la ironía que solo emerge del sinsentido. Por ejemplo: dice que mató a cupido, y se asume como algo peor que un hijo de puta, cosa que no es tan mala si tenemos presente que las putas también pueden ser buenas madres y que hay madres no putas que son peores madres que Bad Bunny. Entonces depende de la puta y depende de la madre y depende del hijo. Y entonces ser peor es estar dolido y por ello transitar del lamento al hedonismo para construir desde la voz cibernética de nuestros tiempos un estilo propio para dominar las escuchas de la masa, hipnotizada por este personaje generado en la seducción aural, la cual utiliza desde la virtualidad para navegar cuanta esquina acústica se encuentre.
Bad Bunny reconocería el 2017 como su año y no es simple grandilocuencia: 2017 fue realmente su momento; sonaba en todo lado, tocaba en todo lado, aparecía colaborando con todo el mundo. Es una de esas voces que logra ser tan fresca dentro de los límites de su esquema musical, que todos quieren tenerla en su arsenal de conexiones. Mientras algunos reggaetoneros de la vieja escuela se alarman por el contenido explícito del trap, o los raperos tradicionales tienden a bifurcarse con el género, hay otros que se han permitido el brinco. Bad Bunny amplifica su onda por el mundo y el 2017 fue entero su álbum debút; la entrada de alguien que puede, o llegar muy lejos, o ser solo eso, una explosión efímera. Para muchos es el rey del supuesto trap latino, con un sonido aparentemente violento, cargado de ruptura moral, de transvaloración, de cambio de esquemas en su reflejo grotesco, excesivo, configurado desde una cultura para la cual la plasticidad no es obstáculo para el movimiento y el derroche. Ciertamente sí inventaron una forma particular de hacer trap, en tanto lo que se escucha en Inglés tiene otro matiz. En el caso de Bad Bunny se trata de una suerte de trap evanescente, hecho en torno a la voz ciborg que construye cada canción entre la exageración que acostumbra el barroco del narco, aunque heredando algunas formas de la cultura del boricua y no olvidándose de cierta estética nacida de la actitud sicaresca en la que se sustenta una buena parte del rap latino. Hay sin embargo en Bad Bunny un factor especial. Su uso de la corrección de pitch sumada a su deseo por el dinero, el rechazo a cualquier atadura emocional y la actitud del gran macho con un harem tan efímero como el beat, que se repite una y otra vez en sencillos y colaboraciones que no pretenden un álbum propiamente dicho, pero lo terminan armando, desde una constante creación no lineal, fuera de las estructuras convencionales y enfocado en una forma de escucha sigularmente adherida al mundo del placer estético que le genera el trap a sus escuchas.
El uso mágico de la correción de pitch, la forma de moldear la voz, las voces de fondo que suelen rebotar en sus bases, los sintes que heredan algo del dubstep sin abandonar el patrón propio del trap cibernético; son tantas las variables que configuran a Bad Bunny como una consecuencia evidente de una Latinoamérica fundida en el ciberespacio de la temprana máquina globalizada y deambulando en alguna parte del consumible hedonismo típico de la Gran Máquina. Su hábitat es el de un músico del single, hijo de su constante virtualidad, con un plan de conquista mundial y una necesidad de estar en todos lados, de aparecer en cada momento. Solo este año necesitó para superar a sus maestros. Es incierto si podrá o no sostener el trono, pero su apropiacion del trap es sin duda paradigmática. Algunos dicen que son las letras: por crudas, por cómicas, por grotescas. Otros, que es gracias a su forma particular de apropiarse del efecto vocal. Algunos le apostarán a la idea de que las bases conservan elementos típicos del trap, donde es evidente un ritmo reaccionario con lo electronico, y tan hedonista como militante. Pero su magia creeríamos, está simplemente en el personaje, en lo que dispara en otros, en lo que emerge en su escucha. Y bien lo demuestra su máquina, que inició el año montando temas en las redes y lo cierra viajando por todo el mundo llenando los sitios a donde canta. Por ello en gran medida integra el ego latinoamericano: el macho, el que esta en el espejo, el que es evidente para todos. Latinoamérica sin pudor, comunidad en reacción a un espacio previamente evangelizado pero hoy colmado de una moral desfasada, tan fugitiva como los sujetos que se suponen deben portarla. Trap digital y salvaje al mismo tiempo, perfecto para una mentalidad abierta al goce propio de un territorio donde la cuestión a ratos no es de futuros, sociedades y sistemas, sino de culos, relojes y papel dinero. El 2017 de Bad Bunny es una ficción sónica sinigual que narra el futuro de la fiebre del oro, pero ante todo la fiebre que da el futuro sin oro, donde ya no sabremos lo que vale y lo que no, donde la música deja de ser buena o mala y se convierte en una relación cuya literalidad o ironía solo la dictará el oyente. Ante oídos atentos, la irreverencia tiene siempre un pedazo exclusivo de la verdad.
14: Jonas Kopp – Photon Belt
Tresor
Hay momentos en la historia donde no es necesario hablar mucho ni adherirse a conceptos cliché para hacer música que englobe la nacionalidad. Desde la constitución sónica de la personalidad y la cultura, es costumbre bien sabida eso de disponer los impulsos a la recepción de códigos acusmáticos, esto es, cartofografías de mundos que no necesariamente se atan a una manera particular de pensar el espacio local, sino más bien conglomerados de fuerzas destinadas a ir más allá de la tierra misma, directo al espacio sideral. Esto permite que, sin importar el lugar de procedencia, todos puedan estar en la estación espacial colaborando para extender las rutas de la technopolis, como lo hace Jonas Kopp, una evidencia directa de esa ruptuta de fronteras en la tierra a causa de los objetivos sónicos que nos planteemos fuera de ella, en los oídos. El arte de este argentino radicado en la ciberesfera comprueba que el techno es ciencia mundial no sólo porque puede nacer en cualquier país del globo, sino porque es una religión cósmica que desde la escucha y el juego con la resonancia, dispone la materia para armar naves y rutas intergalácticas, comprometiéndose con un futurismo que hoy ya es tradición en la música electrónica, ese arte refrescado por los impulsos del ciborg, aquí sinónimo de mestizo, de ese encuentro de la máquina con lo orgánico que es encuentro de tendencias, de patrones, de lo uno con lo otro.
Kopp presenta en Photon Belt un credo de sonidos estelares, empacados en uno de los espacios más dignos tanto física y virtualmente: Tresor, casa de tantos otros cosmonautas y extraterrestres, quienes le abren camino al genio de Kopp para lograr un álbum que se alcanza a vislumbrar como una exquisita manifestación fuera del tiempo y llena de tiempos; ciencia ficción en la que se da lugar a una música electrónica en todo sentido, de finas raíces cromadas pero con ramas minerales nunca antes conocidas. Su forma de serle fiel a la tradición y al mismo tiempo abrazar la reforma contemporánea del timbre, lo hacen un músico excepcional. En Photon Belt el linaje de Tresor se plasma desde la hipnósis de las órbitas en la caja de ritmos y la melodía que se alía con sus propios ecos para tejer lugares cósmicos aptos para la más exquisita danza, en caderas y cerebelo por igual. Y no es solo cuestión de saber que se trata de un artista latinoamericano, sino también porque su forma de proceder, no aunada a un espacio en particular, nos hace pensar en la ficción sónica como lugar de lugares, como incubadora de territorios y portales dentro entre todos. Nunca antes en estas tierras había nacido alguien capaz de un techno que sin pretensiones raras, lograra algo tan original. Tanto como prueba de que el género no tiene espacio o tiempo fijos –y más bien crea espacios y tiempos en sí mismo– como el hecho de probar que toda la tierra es fértil para este género, Photon Belt ocupa un puesto esencial en el itinerario de nuestra escucha local.
13: Martín Benavides & Matiah Chinaski – Salvaje Nostalgia
Potoco Discos
Hay músicos que exploran sus formas a partir del reconocimiento abierto de su propio delirio. La historia de la música hispanoamericana es en gran parte una de la música de los locos, los raros, los fugados, capaces de asomar un realismo sucio, de entender la música como acto circense, como un acompañante de los laberintos del mundo, tal y como lo aplican Martín Benavides y Matiah Chinaski, el primero en la composición instrumental y el segundo en la voz. Juntos conjuran una música irónica, armada desde una estructura instrumental impecable y con una voz tenue aunque variable, llena de letras que se permiten la exploración libre del sentido, jugando a una poesía surrealista, sumergida en las grietas de un espacio dicotómico pero a fin de cuentas entretenido, entendible, legítimo. Los encuentros furtivos y las frases con aparentes sinsentidos logran tanto musical como especulativamente, un espacio digno de escucha abierta, quizás en momentos donde la consciencia esté un poco alterada, con la necesidad de embriagarse de una paradoja cortada finamente entre las letras de una lírica que, esquizofrénica a ratos, consoladora en otros, siempre se muestra entre las calles de cualquier ciudad nocturna de cualquier latinoamérica. ¿Será el mundo espacio para todos? El equilibrio en las ciudades suramericanas, por su parte, parece ser algunas veces una quimera de un sueño robado, un ideal importado y nunca definitivamente integrado. Más bien el silencio, más bien la quietud y algo de música para la ficción de alguna anomalía del espacio-tiempo como la ‘Salvaje Nostalgia’ de este par.
Un álbum psicodélico entre líneas y abiertamente realista con su propio teatro del absurdo, hecho entre pantanos y bosques, entre humos fuera del tiempo, borracho de éter; o en momentos cotidianos, buscando la materia para buscar inocencia y profundidad metafísica al mismo tiempo. Las penas, la crudeza, la monotonía, la soledad, lo siniestro. Un chile desvanecido, un lugar tan cerca como tan lejos de la diversidad. Contraste entre la ciudad y el pueblo, critica nihilista sin llegar a excesos de la oscuridad. Más bien se combinan colores, se juntan varios tonos dentro de una experiencia vital que se quiere hacer sonoridad para servirle a otros de espacio para la nostalgia. La música es a ratos la base de lo que canta la voz, pero en otros momentos parece banda sonora de un diálogo sin personajes, donde cada instrumental se siente creada como relato de una emoción musical estroboscópica, múltiple, llena de una fauna indeleble, mundos que nunca terminan de encajar en un espacio diferente a la comodidad de unas bases llenas de energía, y adherida a las voces en una magia que se convierte en la mesa donde dejar la bebida reposar por un instante y así poder atender a la banda.
12: Residente – Residente
Sony Music Latin
Es claro: hay que residir. Y resistir. Y con la revolución presente en cada sonido, donde cada golpe exprese una lucha, un mensaje, un mundo imaginario, una singularidad. Y que el mestizaje sea reconocimiento de lo más propio no para alcanzar el trono de la identidad, sino más bien para ubicarse en el espacio lire, simbiótico, donde oscila lo fundamental y donde etérea e inmaterialmente, ya suena cambiante la vida que sucede entre ecos que nunca terminan definiendo nada más que el rastro que los interpela en la realidad sensorial. Y entonces en esos oídos oídos, logra difundirse un mensaje, una ruta, o muchas. Y así recogemos la tradición, y rompemos algunas reglas, y reacomodamos otras y sin darse cuenta, se construye la nueva canción social hispanoamericana, como en el caso de Residente y su homónimo álbum que es debut solista, aunque su voz poco tiene de debutante. Pero a su vez se entiende que sea el primero, porque tiene algo de manifiesto, amplia cartografía social y un profundo trabajo de campo: es ciencia para una revolución audiovisual de un amplio sector de la población, consciente de una ecología acabada, de una política mezquina, de una religión que ahora se sostiene mejor entre oídos que ante los ojos de alguna estatua.
La voz de Residente alcanza capas hondas en el estudio de la cultura post-colonial. A ratos es tan literal que puede tornarse demasiado explícito para una escucha que busque algo de hipertexto y polisemia críptica. En Residente no se hallan tales marañas sino más bien juegos con la lengua y el espacio, retos a la identidad y la máscara, no solo de un puertoriqueño sino de un ser humano. Esto construye un feliz juglar al que no le basta con reconocer su territorio más cercano, y recurre por ello a instrumentos y samples que en la escucha hacen referencia a otras épocas: un sampleo de Hun-huur-tu o el uso de un instrumento chino, combinado con métodos de producción de diferentes tradiciones. Los sampleos son asombrosos, los arreglos inigualables. El tejido de la voz es imposible de ignorar y digno de un reconocimiento que solo obtienen aquellos capaces de cruzar géneros y hacerse mestizos, anormales. La música de Residente consuma la aceptación de una suerte de mestizaje que se convierte en una identidad siempre prototípica, en cambio; hibridez reconocida en la creación misma. Y entonces la genética más que línea es laberinto, cadena de cadenas, rizoma de los tiempos donde converge lo que siempre ha estado conectado. Su ficción sónica aporta un realismo profundo que aunque se media, se transmite y se procesa en la escucha, habla de todo lo que sucede fuera de ella: el mundo, la gente, las ideologías, la desigualdad, la pobreza, el odio, el amor, la contaminación, el juicio, la matemática, la cultura, el espacio, la materia. Y así hace del mestizaje sónico una suerte de rebote inmaterial al materialismo, reacción a la colonia donde el mensaje es claro: no necesitamos volvernos uno, necesitamos reconocernos varios. No es el hombre unificado el objetivo, sino el ciborg, mutante y cambiante: hecho de asuntos tan máquina como un micrófono, una caja de sampleo, un auricular o energía eléctrica; y a su vez de otros tan orgánicos como sentidos para palpar el mundo y decir de él.
Y entonces nacen anomalías, mutaciones, brotes mestizos de un árbol de nadie. «La mitología quería que fuéramos perfectos» pero somos nuevos sujetos, simples, acostumbrados a maneras etéreas de una época etérea, donde no hay tiempo ni para el tiempo. Y entonces lo único que nos queda, es esta suerte de folclor cibernético que de entrada nos sirve para escucharnos mezclados, para entendernos aún tan diversos. Residente es por ello recursivo con los tejidos electrónicos a la hora de dar su mensaje. Sus sonidos nos enseñan lo que aprendemos sin nada; pobres, sin zapatos, con poco más que el día y algo de soledad. Pero en estas tierras un panorama así, aunque algunas veces le dejará lugar a la tristeza, está tan lleno de magia que logra siempre tener presente la alegría y sopesar la ilusión del mundo. Y entonces la felicidad, y el abandono del miedo, y entonces la luz en la oscuridad. Porque diga usted, si en un territorio en guerra desde su constitución, es posible asumir la paz como mero impulso interno del activista. La única forma es en muchos casos la milicia audiovisual, que al contrario de matar, crea una ficción: materia prima para hacer otros mundos y dejar de perpetuar la conquista queriendo tapar lo que sucede. Residente denuncia entonces una lucha general que se dispone a una militancia con la identidad, una guerra retórica con aquel que hoy sigue colonizando, robando, manipulando. Y para ello teje sin hilo su vuelco al ADN y la búsqueda de una música que logra marchar y bailar al tiempo. Es un combate desde la transformación del sí mismo y la celebración de la utopía cambiante, donde la lucha es siempre con uno mismo, con otros, con todo, con la identidad latina, con nuestros problemas sociales, con simplemente un momento para dejarlo todo y moverse un poco, porque definitivamente no es música para quedarse quieto.
11: DJ Python – Dulce Compañía
Incienso
La identidad en términos musicales es como la nacionalidad: se le puede otorgar a cualquier persona sin importar su país de origen. Hay quienes, como DJ Python, que logran hacerlo por su propios méritos, a partir de una exquisita deconstrucción del reggaeton que podría ser metáfora perfecta de la disolución del mestizaje mismo, donde no se vuelve un asunto de algún lugar en particular sino precisamente un patrón constante, consecuencia natural de la ciberesfera, si es que en esta existe algo como naturaleza. Más bien allí lo que hay es pura simbiosis sin término. Desencadenamiento constante de muchos caminos que llevan a muchas Romas distintas, siempre variables en la medida en que se combinan. Y así un ingeniero en Tokio puede idearse las formas de construir una máquina imaginaria que logre samplear o generar sonido; y alguien de Queens puede usarla para crear ritmos que le llegaron de la mano de puertoriqueños. Y además dadas las capacidades de la época es posible generar una máscara cibernética que sirva de identidad virtual, temporal, situacional, específicamente creada para expresar la deconstrucción que puede hacerse a una cultura aprendida, foránea, donde uno siempre es visitante.
En este sentido, si un argentino como Jonas Kopp aparece en Tresor con un techno del que alguno de sus padres en alguna esquina de Detroit estaría orgulloso, entonces DJ Python, que se origina en Nueva York materialmente, pero sónicamente busca latinoamérica, podría considerarse el punto de partida de una nueva tendencia, de un nuevo algoritmo, de una revolución que bien podrían muchos adoptar: deconstruir el reggaeton desde las capacidades del loop, del DAW, de la cuchilla electrónica y la integración de otros ritmos y posibilidades, generando un mestizaje sónico asombroso que dicta el camino de nuevas realidades.
DJ Python se permite así ser un Melquíades, llegando a Macondo con la novedad de lo que ya está pero con una historia diferente, un espacio transformado. Futurismo puro, que usa el pasado para reconsiderar la utopía y de paso descodifica con suma belleza un género que normalmente no es reconocido por los juegos sónicos que plantea este genio de recomposición electrónica. Y así sin las letras que acostumbra el reggaetón y en vez de ello con un quiebre en la arquitectura de todo su ritmo, aparece un mestizo seudónimo, que en sentido más crudo sería un ciborg anónimo: un dato que porta sonidos en los que se reconocen ritmos latinos pero se evidencia la eterealidad de sus elementos identitarios, sugiriendo de alguna forma la idea de ahondar en el hecho del viaje que tienen los ritmos mismos y cómo el mestizaje hoy sucede en todo punto del espaciotiempo. Dulce Compañía es la analogía perfecta a una latinoamérica en grieta, con la topografía en glitch y la cosmovisión a tope. Se confirma en cada pista del álbum, se confirma en cada reproducción de sus esquemas. Es poco probable que antes hayamos logrado una ficción tan real.
10: La Máquina Camaleón – Amarilla
Yo Reinaré Records
La psiconáutica latinoamericana nunca ha cesado, y si bien la materia del viejo continente usurpó en su momento los puentes atómicos que orgánicamente –en cantos, en comunidad, en expresión artística, en lenguaje– servían para ir a las estrellas y navegar el cosmos, hoy en día Occidente no es sino un mito suficientemente sólido dentro de los esquemas psicodélicos de esta tierra donde desde antes de su fundación, ya conocimos los confines del universo. Las plantas, los totems, las ceremonias, los sonidos. Recorrer el mundo era una experiencia siempre paralela en la mente y los pies. Implicaría siempre conocer lo diverso, lo de vivir en diferentes dinámicas, con otros tiempos, con otras rutas, con otras posibilidades.
Desde una cosmogonía semejante, aunque sin quedarse en el hippismo propio de la cultura psicodélica, La Máquina Camaleón, deja que figuren algunas tendencias de la nueva era, la tradición filosófica, la ciencia contemporánea o la poética de una sociedad cibernética, donde las emociones son concebidas en estados inmateriales de la experiencia de estar en el mundo. Es una visión que solo podrá quizás dar el Ecuador, que es referencia para ubicar la materia. De la misma manera se acomodan géneros e influencias, corrientes de otros espacios aquí configurando una música post-cerati, por darle algún título a esa forma de híbridos profundos de influencias; en la estructura, en la letra, en los elementos que juegan a la hipnagogia típica del pop experimental el krautrock o los usos contemporáneos de la síntesis. Pero el juego del camaleón es particular: no solo logra pasar desapercibido tanto en el sueño como en la vigilia, sino que su realidad se convierte en la constante fusión de ambas, como siglo atrás hacían los poetas, cuentistas, novelistas y otros rebeldes malditos de nuestra sociedad enferma de sangre y poder. En Amarilla se conjuga además la ficción sónica desde el instrumento intervenido y nuevas sonoridades que van sugiriendo otro tiempo, prototipo de un mundo mixto que se teje desde las consecuencias directas de sus anteriores revoluciones y se dirige hasta las posibilidades actuales que ofrece el lutier robot y el estudio de grabación en su sentido general; un estudio que ya se carga en el bolsillo y se usa no tanto como refugio o nave espacial, sino como laboratorio de una alquimia post-digital en la que la materia sónica es reevaluada desde formas que pueden fácilmente indagar en los oídos de muchos. Amarilla es pop del futuro a partir de la perspectiva de un rock líquido en el que colapsa la metafísica sónica del camaleón, del siempre cambiante, del siempre mestizo, que nunca parece acomodarse a un género y más bien los supera desde en bailes y murmullos.
Es un mestizaje no sólo del gen o del espacio, sino además del tiempo: de momentos, tendencias y épocas. Mestizaje del presente, de la mezcla de todo lo que sucede en cada punto del tiempo. Amarilla es la música popular en la radio del aleph, el timbre masivo de una cultura sometida al cambio inminente, que vive los días como sueños que orbitan al compás de la virtualidad. Por ello el ciborg ha de permitirse ser lo que uno nunca imagina, ir más allá de sí, más allá que el mar. Suspenderse en cada riff, exponerse a la avalancha rítmica de un sonido artesanal, donde las voces hacen constante alusión a la física, a la espiritualidad, al territorio, pero también dejan espacio abierto a lugares imaginarios donde se deja ver una cosmoaudición única, un territorio de una fauna sónica auténtica, diferente. Música de viaje, música replanteada, música en la búsqueda, como un cuaderno de notas del nómade, estructurada fuera de los límites de algún cerco estético y más bien abierta a navegar entre diferentes maneras de considerar lo que es el mundo. Así se logra diseñar un espacio singular donde la espiritualidad latinoaméricana puede desprenderse de exageradas filosofías para ahondar en formas del pop, que no sacrifican en ningún modo la inteligencia sino que la quieren trascender desde las reminiscencias, las epifanías y el dictamen de una revolución sónica que responde a una necesidad no solo mental, sino física: «Ya eres eterno, ya eres moderno, y ahora sólo nos queda, sólo nos queda bailar.»
09: Jorge Drexler – Salvavidas de Hielo
GASA
Escuchar a Drexler es como encontrarse un sabio anónimo del camino. Su voz se ha hecho sin duda un nicho en la mezcla de lo latino, donde sigue jugando a todo, con su guitarra, en el calor de su casa, fronteriza, como ya cantaba hace años. Su juego siempre ha sido intelectual, siempre ha incluido la tradición y siempre ha querido abrirla a otros panoramas sónicos. Su estrategia ha sido la del caminante, la del juglar, el errante que le permite a su guitarra expresar cualquier influjo, desde la música concreta hasta el efecto en el DAW. Darle un golpe a la guitarra para inventarse la percusión de otra manera; darle giro y rasgarla para entonar una milonga, o simplemente dejar que cuerda tras cuerda, se vaya dictando el momento adecuado para hacer silencio.
Ya hacíamos música antes de conocer la agricultura, decía el poeta en su libro anterior. Y en este va más lejos en el tiempo, a su vez teniendo más cerca el futuro, dejando un panorama claro que no pierde la elevación únicamente posible en la metáfora. Y entonces deja el uruguayo que la tradición se haga más mágica sin olvidar la presencia de los tiempos más directos del presente. Y logra así Drexler armar frases con información actual, no solo para edificar imágenes propias de la métrica de un cantautor de semejante nivel, sino ante todo, para invitar a la reflexión y al pensamiento. Pop inteligente, pensado para esparcir en la ciberesfera una oportunidad de escucha que saque del vacío a este mundo a ratos tan falto de amor, urgido no de autoayuda sino de un activismo delicado, compuesto desde la delicadeza y no desde el estruendo; desde la melodía cultivada y no desde el mero alarido temeroso. Sin duda salió Drexler de la cueva, y sin olvidar la herencia de sus antepasados del Caribe que lo que lo habían hipnotizado la última vez. Conservando ritmos propios de la música tropical, vuelve a sus estructuras más acústicas, simples y secas, donde la voz del cantautor se hace la del rapsoda y reivindica la posición de Drexler como arquetipo contemporáneo del cantautor latinoamericano, del poeta enamorado, constante observador que se mezcla con otros para admirar la especie y construirle una oda al ciborg en su aspecto más cotidiano. Drexler no tiene limites y en su voz canta un continente, asomándose el bossa, la milonga, el rock o el vallenato de una manera siempre fina, conservando un molde sónico que pocos logran con su mera guitarra y voz. Y da igual, porque ningún género aparece realmente atrapado en su composición, que siempre tiene un plan básico pero de compleja táctica, en la que se requiere suma sabiduría en la manera como se hilan las ideas sin llegar a gritar, sin llegar a exagerar, sabiéndose acercar siempre al mutismo para evitar cualquier elocuencia despavorida.
La poética de Drexler siempre es capaz de jugar con la física y la metafísica por igual, asumiendo ideas como la muerte, el tiempo y la tecnología para volverlas ciclos en el baile o la tonada; entre rasgueos en parte predecibles para el oyente conocedor, pero nunca monótonos a causa de la renovación de sus métodos, como si Drexler se combinara con Drexler, como si sus discos se unieran para hacer uno solo, como si todo su camino se redujera al momento de usar un salvavidas de hielo. Por ello en Salvavidas de Hielo está todo Drexler: explorando la guitarra en sonidos que seguramente uno no sabía que los tenía, y acompañado de un sutil pero efectivo uso de la tecnología, construye así –casi de forma literal– la canción popular de un siglo ciborg. Por esto es que en el álbum aparece el lenguaje científico mezclado con las labores cotidianas de un ritmo cotidiano, tejiendo poesía divertida, solemne o acelerada, pero a su vez dándole espacio a los largos silencios, la constante metonimia, el juego con los sentidos ocultos de las frases y el desfile paralelo de ritmos de diferentes países, donde se siente la protesta al tiempo que se siente el campesino, el mar, la montaña, el cielo o el sueño. Drexler es música del sur que se refresca en métodos de arreglar, cantar y diseñar mundos sónicos de forma simple y directa, apostándole a una belleza evidente desde la primera reproducción. Música que a pocos puede incomodar, formas sónicas que lo hacen un digno juglar de una época telefónica, llena de akousma, de reminiscencias, de figuras volátiles. Su rol es el modelo del nuevo historiador, del cuentero virtual, poeta de un linaje hoy casi extinto, pero vivo en la potencia de cada cuerda vocal de este huérfano de la tierra. Además, su manera de contar las historias y de conectar con sus oyentes en vivo, en vídeos, en redes, es la muestra perfecta de un modelo de músico que sin olvidar la tradición, aprovecha la dinámica del ciborg para expresar una serie de ideas, de invitaciones, de sugerencias –tan acusmáticas como analíticas, tan sentimentales como técnicas–, donde aparece la física teórica finamente camuflada en notas de amor, donde se vislumbran metáforas que acceden a dimensiones políticas inimaginables en la primera escucha. Su música es un tesoro en sí misma y sin duda alguna debe ser ubicada en la biblioteca de la tradición popular, al lado de las grandes voces, en la sección de las que nunca dejan de sonar.
08: Mitú – Cosmus
ZZK Records
ZZK viene estampando una firma inigualable, capaz de conquistar los confines del viejo continente haciendo rebotar la colonia para dejarla que se esfume, y pueda así reflejarse el conocimiento de una tierra que aunque recibe el influjo de la música electrónica, no abandona la raíz del ritmo y la exploración de la identidad. En un punto la tarea central del ciborg músico no es simplemente actualizar las formas antiguas con instrumentos nuevos, sino hacer que converja el futuro con el pasado desde una ecuanimidad que solo el sonido permite. En la escucha no hay tiempo y los sonidos siempre serán de todos los momentos. Por ende el reconocimiento de las diferentes rutas del tiempo nos permite conocer a su vez diferentes sonidos. Pero es debido a que ante todo, sucede también a la inversa: la experiencia de la escucha nos permite conjurar sonido sin tiempo, para desde allí tejer todos los mundos que puedan caber en los segundos. La ficción sónica no es algo que sucede en la realidad, sino más bien al contrario: en el sonido se mantienen vivas las formas que en la materia aparentan estar muertas y por eso el espíritu de todas las cosas, siempre será un eco. Sus samples, sus voces, sus ritmos, sus ecos, esa estela de tiempos pretéritos que no solo se actualiza sino que revive en cada nota, entre máquinas, percusiones, movimientos. Tantos espíritus armando un cosmos como el que Mitú logra condensar al retomar la herencia profunda que guardan las lejanas tierras futuras.
El animal, el tótem, la nave espacial y el tambor se juntan como en las manos de un duo de chamanes que juegan con el sample y el loop. Sus formas son puro mestizofuturismo, tecnochamanismo en el movimiento; da igual el nombre o la categoría, si a fin de cuentas siempre va a terminar siendo algo fuera del humano, como el recuerdo de la conexión natural, aquí sin naturaleza, cibernética por antonomasia, expresada con una irregularidad extraña que no deja al oído decidirse: puede ser una máquina sonando cosas viejas, o tal vez un espíritu antiguo con instrumentos renovados. Si uno se pudiese imaginar un ritual entre aborígenes y alienígenas, donde se quisiera dar gusto a ambas comunidades no solo por integrar sus músicas tradicionales, sino por combinarlas, entonces se escucharía Cosmus, el álbum donde este par de colombianos logran condensar una máquina tan primitiva como galáctica, en la que se pueden sentir tanto los impulsos posteriores al trance o al techno como formas experimentales de electrónica. La abierta exploración del BPM, el uso de sintes típicos de nuestra época y un reconocimiento de lo mestizo desde el mero ritmo, hacen del álbum un espacio para todo lo posible.
La selva, los abuelos, mundos sin ecuaciones en mundos de ecuaciones. Mitu es ciencia ficción primitiva, llena de láser, de feedback y aceleración, pero, en igual medida, astral, hipnótica, corporal. El animal en bits abriendo paso a una exquisita dosis de electrónica visionaria que le da al oyente una impresión extraña de estar siendo convocado a un evento realmente importante, sinigual. Quizás un nuevo mito, quizás una nueva música, quizás solo la sensación del sol, del calor, del atardecer, de la selva, del pacífico, de la nave espacial o de algún meteorito. Hay industria capitalista, hay grooves prehispanicos, hay formas nunca antes escuchadas de la tradición, como mitologías que parecen nuevas por desconocidas pero que no son de ningún tiempo por ser precisamente mitos, terreno subrepticio, código intraterreno, ubicado en el núcleo, en el centro siempre móvil de la realidad, donde se arma todo mundo, donde se recorre cada fibra de la temporalidad. Si como dicen los rumores, los oídos son naves espaciales, Cosmus es entonces un mapa con híbridos profundos de lo más natural y lo más artificial, de lo más propio del robot y lo más único del animal raro que somos. Música para bailar el antropoceno, para sentir las nuevas formas de habitar la tierra desconocida, para ir fuera del humano desde una danza ancestral, no por ser de antes y volver ahora, sino por el hecho de que siempre haya existido y siempre haya dicho el futuro.
07: Ibeyi – Ash
XL Recordings
Franco-cubanas cantando en Inglés, canciones que publican en un sello de Londres. Expresión perfecta no sólo del mestizaje, sino de la exploración de una mitología híbrida resultante de la fusión de cualquier cosa con cualquier cosa. Así entonces se va revelando la ficción sónica como posibilidad para generar encuentro, diálogo, intercambio, fecundación mutua. Nacen entonces no nuevas formas musicales en esas también nuevas culturas, sino que desde la música misma aparece la nueva cultura en cuanto tal, que reconsidera la vieja forma también como oportunidad para la vivencia intensa. El sonido no es mero agregado del mundo de las causas y la materia. El sonido es también esa materia concebida desde el momento acusmático, donde no hay causas ni hay algo antes del sonido que nos pueda decir que aquello que suena, tiene un mundo. Más bien allí los mundos se tejen en el sonido, como reuniendo voces, ritmos, instrumentos y tecnologías de diversos lugares para generar una música exquisita en su mezcla, en su cibernética, en su forma de entrelazar impulsos provenientes de cualquier espacio de la matriz.
Es quizás la cultura mixta del ciborg, que deviene tanto por genética como por la capacidad que tiene la voz para explorarse desprendida de los reinos de la materia. En la escucha más etérea no hay células, no hay átomos, no existe lo sólido y no se ve ninguna frontera. Todo lo visual, todo lo material y toda referencia, será allí siempre sonido inverso, siempre incógnita transitoria, resonancia siniestra. Los ritmos y combinaciones que ofrece Ibeyi –con influencias del downtempo y el trip-hop–, se acercan a estas dimensiones profundas de la escucha, recogiendo todo tipo de elementos que pasan por música tradicional cubana, el jazz, el soul hasta ritmos electrónicos y refinados procesos digitales. Afrofuturismo expresado en el mestizo para cuestionar de paso ideas sobre la dualidad, el encuentro de sombras y los dilemas del género, la raza y la identidad. Todo articulado en sorpresivas intervenciones vocales, con bases siempre sólidas que no llegan a perder diversión; cuerdas vocales sumamente atentas a las dicotomías de la vida y capaces de declarar la injusticia y narrar cualquier inconformidad con el software de la Gran Máquina, con problemas inevitables como el racismo o la falta de temperatura espiritual a la hora de resistir a los atropellos de un mundo mezquino como el que surcamos a diario tantos hijos de esta era etérea en la que la única manera de sostenerse es juntándose a bailar, sonar, decir, mover algo desde todo lo que implica una voz.
Y así aparece en Ash una brujería digital, donde las posibilidades del secuenciador, del plugin, del aparato y del moldeado de la espectromorfología sónica, abren otras rutas que en Ibeyi se reflejan especialmente en la voz, tratada de una forma singular entre los sonidos que revelan la anatomía del disco. En el caso del duo, se conjugan muchas voces gemelas pero cambiantes, temporalmente iguales a cualquier otra y de la misma forma imposibles de encontrar en un lugar diferente a su esencia. Vocalmente mantienen una estructura no solo impecable sino llena de una sutil referencia al robot, a la presencia del ciborg, la voz femenina pero más allá de la idea típica de mujer. Presencia de la raza y la identidad pero al mismo fuga para ir más allá de esas separaciones. Pero además presencia de la tecnología y el dato, sin invadir lo orgánico. Ciborgs balanceadas, capaces de un estado superior de la materia al que solo acceden desde su fabricación sónica, únicamente posible en estas cumbres de la mitología futurista que ha superado el feminismo para aceptar el nuevo género. Y así superar las barreras para tratarnos a todos por igual. «Your story is my story».
Decimos futurismo no solo por los asombrosos vocoders, el vibrato, los lentos ritmos y sus contrastes con mecanismos más agitados en las melodías y los cambios insaciables de estilo. Es futurismo porque es una utopía inversa, de la mano de dos cantoras de una nueva cultura por ser hijas de la misma, portadoras de un sueño donde la raíz latina de Francia o Cuba, se diluye para dar paso a un territorio donde la única frontera está en la imaginación. Y aparece entonces esta santería acusmática a causa de escuchar tanto y saber disponer las energías para cada canción; espiritualidad ultrasónica al saberse música también en los silencios, en la simpleza del fondo, en el corte de la materia resonante, en la imposibilidad de describir la sensación de oscilar entre mundos virtuales y concretos, hechos de nada y todo. En ese sentido 2017 fue quizás el año más etéreo de todos. Tras el revuelto socio-político del 2016, se apagó la luz y ya solo queda la escucha. El antropoceno es un llamado inminente a oír, una invitación a la construcción de nuevos formatos, lenguajes y componentes de lo que podamos ahora considerar mundo. Y es fácil encontrarlos en la ficción sónica de esta pareja de gemelas para quien las fronteras son patrañas de quien, pensando en fronteras, se cree extranjero. Es aún más triste la falacia del que cree tener una identidad diferente a la del mestizo, como si algo existiese fuera de la inter-conexión de todos los entes entre sí. Por ello lo más sensato es saberse siempre en un moderado sincretismo, recibiendo transmisiones de otras lenguas, tratando de acomodar todo el influjo de una tierra de otros, otra de uno, todas colapsando en nacionalidades inciertas, en reflejos genéticos, en la idea de intercalar la voz con el tiempo y edificar un espacio nuevo desde la sonoridad.
06: Café Tacvba – Jei beibi
Independiente
Un objeto antes llamado disco fue el presagio de un cambio de sonido que en cierta medida quería un tono más místico en sacrificio de cierto folclor que acostumbra Café Tacvuba. Pero Jei Beibi llega para actualizar el mismo concepto y conservar la letra profunda sin olvidar lo que ha sido la banda, de hecho aquí consumándolo, sintentizándolo de una forma que solo ellos logran. Sus letras cavan cada vez cavando más hondo y están colmadas de sentidos tranquilos y románticos, pero absolutamente geniales en el reconocimiento de la oscuridad y el dolor. Se cargan de mundos chamánicos, existenciales y metafísicos, fusionando cuanto ritmo se les atraviesa, tejiendo rutas entre la melodía del pop y su estructura hipnótica pero también desde otros puntos que permitan conjurar expresiones de la vida propias de experimentar con lo tradicional. Y sin caer en disposiciones baratas de alguna pretendida nueva era, logran desde allí ser integrales en un sincretismo moderado, una nueva espiritualidad, en la que las etéreas guitarras son vehículo de formas esquivas de ninguna sonoridad: cuerpos volátiles, llenos de experimentacion y ritual.
La banda tiene una forma extraña de regenerarse en la metáfora y el ritmo por igual, siempre atentos a la escucha profunda sin descuidar la euforia que implora el cuerpo en movimiento y el pensamiento en reacción: la dicotomía de matar la vida, de pensar el futuro, de amar y destruir la tierra, de esconderse en la propia huída. La voz madura de estos mexicanos sin límite logra plasmar bellamente la transmutación global, bosquejando un despertar de la conciencia entre ecos, capaz de expresar la naturaleza de la vida en una forma abstracta que no le teme a nada y por ello se vuelve un quehacer político, religioso, filosófico y poético, asumiendo el estudio y la reflexión pero dejando espacio para lo banal, cómico y emocional. O mejor: no se deja espacio aparte para ninguno, sino que la magia consiste precisamente en explorarlos en la unidad, como si los sintes, guitarras, efectos y baterías de tantos colores, solo quisieran soñar una estética familiarmente inusual para los oídos, razón por la que Café Tacvuba es y seguirá siendo una de las bandas más enigmáticas, polifacéticas e imaginativas que tiene nuestra tradición musical. Sus códigos siempren será visión y vanguardia, reconocimiento de la tradición en su grieta misma. Es cine sónico, relato y vida de lo narrado, expresión pura del espíritu mestizo una vez reconoce sus raíces, sus ramas y las tantas mutaciones de su crecimiento.
Futuro es una expresión perfecta de la ingravidez latinoamericana, de la eterealidad del tiempo que vivimos en estas tierras, donde no es novedad el sicario y el macho, donde desde hace mucho tiempo tantos nos venimos combinando y tantos vivimos la vida en la simpleza del momento. El futuro es hoy, rezan estos maestros de la exploración sónica mexicana, en una asombrosa fusión con la máquina y donde los géneros no son límite para crear. Jei Beibi es algo así como el culmen de la poética ancestral en un directo enlace con las formas nuevas de la máquina audiovisual en su expresión más abierta, más mestiza, más dispuesta a la pura exploración en la letra, en el arreglo, en la mera sonoridad. «Se desvanece todo, todo el tiempo; se disuelve y se pierde, como un sueño.» Neochamanismo hecho desde una transmisión directa de la doctrina, no solo por ser tener raíz sino por venir cargada con los métodos para saberla cultivar; porque es disciplina de años que busca más allá del virtuosismo para lograr transformarse y desde allí moldear el sonido (¿o al contrario?). Es una estrategia única en torno a la confección de una música siempre diferente que con el tiempo habitúa la consciencia para acceder a nuevas dimensiones de la narrativa inefable de la música, donde el mestizo es un ser de las estrellas, un extraterrestre hijo del sol; el gran alien, el otro, el que hoy tiene una voz diferente gracias al reconocimiento de su genética, de su karma, de su contexto indefinido. En Jei Beibi habita una dimensión fuera de lo común en la imaginación sónica de nuestro pueblo y bastante debería considerarse a la hora de tratar de entenderlo, porque escucharlos es aprender a existir, y ese rol solo unos pocos lo alcanzan en tiempos tan holográficos como los que ya comenzamos a vivir.
05: Arca – Arca
XL Recordings
Le produjo a Bjork, se atrevió a cantar, se enloqueció más, se intoxicó de pop y se llenó de una valentía que solo algunos oídos logran conjurar; no solo porque semejante mundo acusmático no es sino posible de inventar en las más exquisitas capturas, sino porque se permitió el espejo, ir hondo, mostrarse de una manera que pocos querrían revelar de sí. No es tanto una cuestión de inspiración, como sí un intenso proceso de captación y apertura a lo que normalmente consideramos fuera de lo inmediato. Arca es un evento salvaje, etéreo, absorto en una androginia de ocasiones, diluído en el sonido mismo, más allá de su natal Venezuela y más bien recluido en el sosiego del sonido que se desvanece en las comisuras como se desaparece la identidad en la implosión emocional, en la catarsis propia de un maestro de la exploración cibernética del sonido. Esto lo conduce a lograr un intersticio perfecto entre lo abstracto y lo concreto del pop, dejando en cada uno de los experimentos que conforman su homónimo álbum, una serie de juegos sónicos, efectos vocales y sonidos sobrenaturales que no logran nunca cerrar los mundos que proponen, sino que más bien conducen a ser comprendidos desde la trascendencia.
Letras abiertas, post-rock, ambient, eco, éter, extensión. Minimalismo, desolación, espacios sin diámetro, escuchas tan profundas que dejan perder la noción del tiempo y del borde, de tal forma que en el límite haya de todo menos rotunda precisión, para poder quitarse la piel, someterse al espejo, ir adentro, sentirse muerto, confundir la vigilia y el sueño, diluirse en el éter de una opera también diluída; perderse en la voz, en el hecho que la fundamenta, y en la escucha de esa incógnita que es el oyente tras un álbum acompañado de la sonora soledad de Arca, quien con un diseño sónico de suma elegancia que no teme al ruidismo pero al que tampoco le es imposible el ambient, logra indagar tanto en el arrullo como en el lamento, plasmando conjuntamente lo polar, lo agradable en la interferencia, la transformación de las masas sónicas más rebeldes y polifónicas en espacios sutiles, donde la voz emerge entre máquinas para decir desde donde pocas veces se logra hablar algo. Su poesía es música para un toque de queda interior, para ir al fondo sin fondo y soltarse en las comisuras de la reversa de cada ente. Retrospectiva pura en el avance del reloj, como dejar la canción incapaz de decidirse si devolverse o progresar, siempre atenta a saber que no se trata únicamente del timbre por el timbre, sino de un sonido por el otro, de cómo una forma en determinado momento no solo se preocupa por construirse a sí misma, sino que además sirve de plataforma, de nodo o de eslabón en el proceso de otra. Y entonces cada sonido alcanza la hondura de las emociones en cada tono, donde los traumas se pierden como espacios vacíos de música y los miedos nacen ya purgados en cada variación rítmica. El claustro sentimental busca en la sonoridad de Arca la ataraxia del cantor que en su viaje a la memoria no encuentra el mundo y por ende generar esa escucha hace posible una la luz entre la oscura noche; como una estela de alguna entidad puramente acusmática, que trae regalos e historias de su pueblo sonoro, donde no habita sino lo oído. Arca porta el arma, la herida y el impulso de recuperación, por ello la variación de la textura y por ello el momento donde todo se combina para depurarse y ser siempre nuevo.
04: Él mató a un policía motorizado – La síntesis O’Konor
LAPTRA
¿Y si nos apropiamos del éter? ¿Y si dejamos que la voz logre estremecer el latir y la sapiencia en la justa medida? ¿Y si los silencios y sus contrastes dejaran por momentos la batalla? ¿Cómo sería esa música celestial y agreste? ¿Cómo conjugar lo que pareciera no permitirse ni el más sutil diálogo? La manera es heredando la alquimia adecuada, sabiendo llevarla al tiempo presente.
Y entonces la herencia argentina, y la herencia alemana o de una estrella. Y la herencia de cualquier parte de donde nace este rock evanescente, cuya sustancia se debate indecisa entre lo rígido y lo que se deshace como un eco fútil. Él mató a un policía motorizado carga un sonido que requería el respiro de los años y se siente como ese oído necesario en un territorio lleno de un sosiego extraño entre la bruma de los días. La voz central es ancestral, oriunda del cosmos que cuida a todos por igual. La música que reúne La Síntesis O’Konor es una fascinante exploración de las posibilidades de la melodía una vez se suelta en la sutileza del eco y la magia propia del inefable estado de los sonidos más bellos; cuando los instrumentos se conjugan con letras capaces de lograr de una forma inteligente de asomar juntas la emoción y el caos: el delirio de ser alguien para soñar construir y destruir con la destreza del tiempo aprendido. Y ahí saberse incógnito, lleno de mundos entre paréntesis, en la suavidad de la guitarra rasgada, jugando a la misma idea de la batería entre reverb o la voz perdida en el ciclo de un espacio sin máscaras.
Cada canción es una historia de pueblos lejanos y de voces que se escuchan con esperanza, no por disipar la niebla de los días sino más bien por lograr sintetizarla en una suerte de melancolía musical armada de espejos de memoria y profundas reflexiones en torno al timbre o la existencia, por igual. Entonces de alguna forma la escucha se hace responsable de todo el universo y la realidad de la materia se desvanece en la sonoridad, esta última planteando rutas de la emoción y la memoria, donde la expedición es siempre con un corazón resonante, colmado de grietas pero vibrando intensamente, etéreamente: en el eco, en la regeneración del propio ser, en la auscultación de las verdades más encarnadas, más hundidas, y a la vez más evidentes. Cada sinte es magistral; cada canción es un himno de nuestra eterealidad. Las figuras del pop que hacen del coro, la estrofa y la línea tímbrica, una estación espacial de esas a las que se llega únicamente tras muchas escuchas, muchos momentos, ideologías y etapas dentro de sus aristas. Cada momento logra condensarse en una banda inigualable que honra la tradición argentina sin olvidar expandirla y otorgarle algo propio de un mundo presente, lleno de conexiones y sus dramas. Rock siempre atento a los impulsos sobrenaturales que todos escondemos en cada oído. Sus imágenes poéticas son dignas de incontables escuchas. Sus formas de estructurar las canciones son diseños milimétricos que nacen en algún lugar entre la improvisación más cuidada y la edición más libre. Son maestros de una música que comprueba que la cosmoaudición andina tiene mucho más para dar a la hora de aprovechar influjos tan cercanos como distantes. Se queda uno pensando que si así suena el presente, entonces estamos en el futuro.
03: Federico Durand – La Niña Junco
12k
La fantasía argentina siempre ha sido asombrosa. Basta considerar sus grandes poetas y escritores para conocer las posibilidades de un encuentro constante de dos caras del mundo. Vigilia y sueño o realidad y magia colapsan para suspenderse entre sí, como reacción a un mundo a ratos excesivamente capitalista, materialista, lleno de sangre o monedas. Pero siempre hay rutas por fuera y en la época contemporánea se van creando formas sónicas para atender al activismo desde la pasividad misma. El ambient, por ejemplo es en muchos casos una reacción ante esa situación de hallarse en la grieta hipnagógica que reacciona contra el realismo crudo de las cosas duras, los precios y los asesinos. La soledad latinoamericana, como ya enseñaron los padres de nuestra nueva ficción, es similar a la situación que David Toop recuerda de unos diálogos con Brian Eno en el que el estado de cosas se manifiesta similar al aroma, por lo que seríamos entonces perfumistas, hijos del mero diario vivir, tan frágiles pero tan vivos como una lluvia de estrellas. El ambient es el presagio mismo de semejante situación, evidencia de una cultura etérea, cercana a una ontología indeleble, supeditada a un espacio siempre fugaz, de un personaje fantástico, como La Niña Junco del argentino Federico Durand, un álbum que viene a ser muestra perfecta de cómo se trata de conjugar la vida misma con el espacio donde solo se halla mero éter, de tal forma que la fantasía y la realidad coexistan desde la mera escucha, desde el acto simple del silencio y la contemplación acusmática, despojada, tranquila. Es la cultura etérea en su momento más evidente; magia sónica situada en la zona más frágil del subconsciente del mundo, para desde allí trascender la tradición poética desde un nuevo acercamiento a los objetos.
Cada una de las composiciones de Durand son a menudo fruto de la improvisación con algunos objetos y máquinas que logran un espectáculo electroacústico sinigual. Su música, tan simple y material, está llena de alucinación y sueño, como si entre las cosas que manipula lograra conjurar un onirismo únicamente comparable al de aquel que ha sabido escuchar en silencio, al árbol, al pájaro, al viento, a sí mismo. Federico Durand es un oyente digno del rótulo. Su voz es un silencio. Su música es enteramente orientada a objetos sin pretensiones diferentes a dejarlos ser. El humano aquí no parece muy interesado en aparecer más que como un medio para que las cosas canten su más fina realidad. Federico Durand entonces no existe y su sonido solo es un reflejo de la luna, de una niña imaginaria. Toda su obra es un cuento de hadas, una ejecución perfecta de los principios del ambient, que se reducen a su intención despojada en el oír, a ser música de fondo, música que no pide protagonismo y en la cual los músicos suelen ser valorados en una intimidad particular, en la integración con el resto de sonoridades; una especie de anulación inevitable del ideal del artista para que habite el sonido desde la selección más delicada de lo que va fluyendo ante la escucha desprendida que por simpatía invita al otro a eso, a simplemente escuchar. El ambient en este sentido implica cierta desujeción, cierto desprendimiento. Es una forma de música que solo puede cobrar total sentido cuando hay una condición espiritual que atiende a determinada sensibilidad despojada, que lejos de ser una atención compleja a las formas, es pura crudeza, intuición plena, únicamente hecha de sencillez.
Durand es ejemplo del nómade virtual que no solo supo captar y transmitir esas señales. Su mérito radica más bien en su manera de admitir otra dimensión más amplia para la realidad de la escucha, llena de formas de existencia tan sutiles como ecos fugaces e inadvertidos que deambulan en sus composiciones. Por ello no es de extrañar que los sonidos de una pieza de ambient se confundan con memorias. De hecho, este estilo de creación se hace en gran parte con memorias, con sensaciones que sobrepasan límites del espacio-tiempo y se configuran en la manera de tratar con los sonidos en la hipnagogia. Y para ello una evidencia técnica: el ambient se compone desde el grano de tiempo y frecuencia, pero también desde el drone y el ruido. Es decir, abarca desde las formas más ausentes del sonido, sus perspectivas más micro y sus minuciosos detalles, hasta las más amplias extensiones en la escucha, rupturas del tiempo y formas de considerar la continuidad. En La Niña Junco encontramos cada uno de estos elementos articulados de la forma más bella posible, en una de las casas de ambient más importantes en el nuevo milenio: 12k, donde nacen formas móviles, no localizadas particularmente en la geografía sino en el éter. Sellos con artistas de múltiples países, conceptualmente integrando Oriente y Occidente, capaces de abrir los oídos más allá de toda frontera cultural para serle fiel al siglo XXI y su inevitable cibernética, que no es tanto de cables y algoritmos como sí de ideas y sentires compartidos hoy, en lo interno de un ágora virtual. Por eso el mundo de Federico Durand, aunque es grabado en cintas, vinilos o datos, está lleno de aldeas de niños mágicos, donde lagunas encantadas habitan los espacios simples y delicados de la onda sónica. Su trabajo como librero en la casita de los libros, su afición a las estampitas y la clara influencia nipona en sus formas de componer. Sus colaboraciones y la manera como ha configurado su set en vivo; su poesía, su sensibilidad. Durand es un místico contemporáneo, el que invita a callar y sostener la contemplación sin más, como quien reposa en el hecho de no pensar y permite que el sonido propio de La Cumbre, de la montaña, de la naturaleza se cuele sin mucho esfuerzo y se cree una música a partir de respirar entre el mundo aturdido, como haciendo una grieta de silencio, encantada, donde cada rumor parece tejido en una confabulación previa con los elementos de la vida: la tierra, el viento, la madera de un bloque, la cerámica de una taza de té, la cuerda de un zither o los voltajes de un microbrute se articulan no solo para desarrollar nuevas estructuras de vibraciones acústicas, sino espacios para reposar la imaginación y permitir desde la contemplación revelar otra fachada de todo, real, simple, ahí sin más. Por ello lo más probable es que no sea una fachada y lo que está realmente haciendo cada canción del álbum es desprender de toda máscara al mundo y mostrar las cosas tal cual son.
02: Juana Molina – Halo
Crammed Discs
El ciberchamanismo de Molina no es nuevo, pero Halo lo consuma, lo expresa en un esquema definitivo. Será tal vez difícil hacer algo tras este album, aunque a Molina le basta quedarse un poco dormida para seguir creando, así que no hay de qué preocuparse. Más bien admirar el hecho de tener tan cerca a nosotros un ser tan profundo, capaz de un arte tan suyo, donde la expresión es tan honda como la incógnita del lenguaje y la sombra y la táctica a la hora de plasmar la dicotomía de nuestros métodos de comunicación supera cualquier intento previo de cantar el mundo. Sus múltiples voces o los espacios que le deja a ninguna voz, los momentos para la diversión que no abandonan lo siniestro, la capacidad inigualable de atravesar el enigma y la sencillez de una letra, generan todos juntos una mezcla únicamente posible bajo las variables de Juana Molina. Son muchos los elementos que le dan a ella y sólo a ella la ruta para convertirse en una bruja inigualable para estos días donde a ratos los robots parecen olvidar el encantamiento de la vida.
Su estrategia, como confiesa en una entrevista, es hipnagogica, por ende no es de extrañar su critica tan directa con las fibras de lo real.Su voz es una expresión perfecta de surrealismo sónico latinoamericano, capaz de mantenerse en un espacio combinado que trata de recordar una borrosa argentina en los ritmos y melodías que se entrelazan de una forma exquisita, para satisfacer los viejos caminos sin olvidarse de transmitir la nueva alquimia. Es ella la ciborg por excelencia, bruja y embrujada, dicotómica y en la sombra; aun así sonriente, como un muerto en vida que goza de cantar porque se sabe fuera de este mundo, porque ha perdido la frontera entre el sueño y la vigilia pero ha ganado la claridad de quien aprende a saber la paz que alberga el intersticio mismo
Dicen que los brujos en latinoamérica se murieron casi todos a causa de europeos armados, empoderados de una sed extraña por la conquista de un lugar que nunca ha sido de alguien. Pero aunque en la materia hayan cambiado cosas, en el mundo del sonido aún se conservan códices, mantras, ícaros, perturbaciones que excavan hondo y pueden expandirse en la máquina, jugando a otros métodos pero a fin de cuentas practicando la misma ciencia. En este sentido uno podría pensar que el folclor latinoamericano está plagado de fantasmas y mundos imaginarios de este tipo. Y de hecho, la idea de Hispanoamérica o Latinoamérica son también mitos colectivos, como fantasmas que se escabulle entre los andamios de lo real, queriendo ser categoría pero siempre revelándose inevitablemente nadie. Aún así el sonido permite interacción entre ilusiones, formas narrativas que pueden habitar la hipnosis y esparcir una reconsideración mística que la escucha le propone a las estructuras que consideramos reales. Y por ello la música popular se redefine inevitablemente en los patrones etéreos de experimentos musicales nacidos de semejante trance y aparecen obras maestras como Halo, donde se reúne el conjuro con todo lo demás: el loop, el eco, el bit, el dato, el pop, la ruptura, la red de cosas abiertas, anfibias, inmateriales. Tantas caras, lenguajes inventados, prototipos de nuevos transmisores, relaciones post-género, otra realidad. Ser otros, ser monstruo, ser diluido, ser muchos, ser broma. Saberse nadie, y estar más en las risas que en los dolores. Ser más entre la burla que en la seriedad de cualquier caso. No hay forma de establecer en Molina una manera, una estética, una definición, pero no es solo por lo sublime de su pluma, de sus cuerdas, de sus visiones y sus pasajes. Es también por su exquisita comedia, por enseñar una burla sónica, por lograr la sensación de irrealidad, del tributo sutil a lo grotesco, de lo salido en voces que se escapan pero perturban de alguna forma, embrujando en la lentitud como brincando en un scat interplanetario, como pensado algo bajo una morfología solo posible en la ficción sónica de una bruja dinámica de semejante estirpe.
En otra entrevista cuenta que cuatro de las canciones salieron en pruebas de sonido, como si sintonizara algo extraño en una sesión improvisada de espiritismo aural. Varias de sus canciones parecen formas esquivas de un bucle que pretende dejar de ser bucle pero se ve atrapado en la búsqueda del molde, para así darle drama a sonidos repetitivos que se lo invaden y edifican de forma similar a un espejo atrapado en las formas que lo miran y reflejan. Y entonces el enigma del que se mira es tan profundo como el del espejismo, que tampoco, como el que mira, sabe quién lo ve. Y entonces en las letras de Molina logran adoptar los valores del significado y la transmisión de logos, pero al mismo tiempo servir de varita fonética que parece jugar con estratos de la evolución del lenguaje hablado, como manipulando simultáneamente corrientes ubicadas en varios niveles de abstracción de lo dicho y lo sugerido, lo cual es evidente en canciones en las que la voz, al no decir nada concreto, puede decir varias cosas: como si cantara en estratos mas abiertos a la imaginación y aprovechara los instrumentos en cualquier disposición. Su voz se quiebra, se abre, se fragmenta, se vuelve un idioma entre idiomas, o pre-idiomas, donde acompañada de ruidos indefinibles ejecuta llamados abiertos y no conceptos cerrados. Es la misma tradición del resonar chamánico, aquí asistido por maquinas para armar una maloka cibernética en la que las voces se sostienen y entrelazan gracias a un looper donde dan la ilusión de mantenerse en el tiempo, pero siempre acaban yéndose como un fantasma.
01: Granuja – Círculo Vicioso
Moebiuz
Es lo suficientemente claro hoy como para no decirlo: el hip hop es el programa donde mejor se expresa el siglo XXI, quizás por su capacidad de usar el sonido para tanto como exige nuestra época frenética, acelerada, exótica, desigual, mestiza. En la etapa actual del ciborg, la tecnología ha forjado ya mecanismos para combinar las disciplinas y adiestrarse en una suerte de desvanecimiento de lo conocido, para que entonces nazca el juego con la información del mundo, que aunque en su exploración parece tarea del robot, es ante todo vivencia del animal, como un perro que jadea en Medellín, Colombia, arrastrado pero inteligente, como una granuja, indiferente y diferente a lo que se ha oído en estas tierras y capaz de conjugar lo que pasa en estas tierras. Su magia pareciera provenir de dos fuentes: por un lado, el rap de escuela, esotérico, disponible a los oídos catedráticos, obsesivos, que viven únicamente para rapear. Por otro lado, la época y el contexto preciso de un robot mezclado con un sujeto nacido en Medellín, mezcla que da lugar a un ciborg capaz de procesar fácilmente grandes cantidades de información, además de saber encriptarla, descargarla y transferirla. Y entonces se encarna un rapero como nodo cibernético, donde convergen los datos de un lado y de otro, donde se guardan estructuras que sirven de espejo de una realidad rizomática, completamente azarosa, invadida de preguntas, llena de sinsentidos, indefinida en su conflicto y situada, por acto reflejo, en un realismo de puro éter no solo por la topografía ciberespacial que expresa en la acústica, sino por la oportunidad de armarse de esos mundos que nacen en lo inmaterial, en lo sonoro, en lo oscuro, en la dimensión invisible y oculta cuyo lenguaje único es la música y cuyos mecanismos parece aprovechar el hip-hop a la hora de constituirse como medio para narrar un siglo lleno de paradojas, de conocimientos y de recursos de diversas épocas. Se vuelve el rap un lenguaje integral del que Granuja es más que un mero exponente y puede mejor considerarse responsable gracias a que arma un espacio en el que se aprovecha el dato histórico en contraste con la denuncia y la transgresión, polisemia del lenguaje militando hacia la ejecución de la contra-utopía y creando así un arte del hipertexto, nacido en la facilidad de editar las ideas al vuelo, de encontrar formas de encriptar el lenguaje desde la referencia y la metáfora sin por ello reservarlo en totalidad a oídos capaces de surcar el laberinto, dado que en la medida en que busca un lenguaje más íntimo, logra atravesar más capas de la vida misma y construir una ficción también evidente, paralela, con aún más sentidos a causa de una rima fractal, diseñada con el rigor de un plan militar y ejecutada con la magia de alguien que ha pensado mucho su vida, su situación, su territorio y por ende los conjuga desde múltiples variables donde además es claro que al combinar los lenguajes se hace posible revelar estratos de la realidad desde otra mecánica, apuntando a capas del cosmos entero para conjurar otro Medellín.
En las Herejías de su duo Gordo Sarkasmus –con el también paisa y también rapero de profesión Zof-Ziro– Granuja lanzaba al aire un concepto que bien podría definir gran parte del realismo latinoamericano: «el azar del meridiano psicotrópico». Azar tal vez por el mestizaje; meridiano por cruzar el continente; y psicotrópico quizás simplemente por heredar cosechas de un país narcótico, como indican los comandantes de la nave Moebiuz. El conjuro ahora expandido en Círculo Vicioso expresa un mundo personal que deja el humano para servir de espejo de cualquier cosa, refugio de cualquier dato, historia de otros, lectura de tantos. El disco, lanzado como celebración del 4/20 expresa en todo sentido, desde la primera hasta la última canción, un Medellín dicotómico, rígido y onírico al mismo tiempo, nunca antes apreciado de esta forma bajo ningún otro fromato. Los alrededores, los imaginarios, las preguntas o retratos de esta ciudad incógnita son pintados en raps sin limitarse a lo explícito y buscando siempre esconder el sentido real de las frases para reservarles la posibilidad de contar más historias dentro de las historias. De esta forma el lenguaje de Granuja se hace extremo críptico sin dejar de sostener con crudeza frases cargadas de una semántica más evidente, juego que general un rap abstracto, no lineal y aforístico cuya inteligencia le permite no temerle a la narrativa y a la lógica. Más bien se alimenta hasta más no poder la dimensión interpretativa desde asombrosos malabares gramaticales donde se hace música a partir de recursos retóricos escasos en los oradores de hoy día.
Un Medellín de refinado crimen, de elevada psiconáutica, dentro de una Colombia en supuesto post-conflicto, en un mundo hiperconectado, de mente atea, sin nada más que el día y con unos cuantos ratos para pegarse al micrófono y soltar una magia que no solo lidera un movimiento en la ciudad, sino que es grieta misma en la ficción del mundo que se vive en patrones comunes de diferentes sociedades latinoamericanas. Sus situaciones son por ende llenas de crisis y fugas, de salidas y callejones muertos. Hay desesperanza al tornarse crudo y honesto hasta puntos que ni él mismo pareciera soportar, pero hay esperanza en tanto hay disciplina y religión en el rap mismo. Tal vez por ello además de caos político, distopía y oscuridad, se hallan en sus rimas también repentinas iluminaciones y estóicos consejos, como reencuentros con grandes maestros que le enseñaron un rap directo al rap, sin mucho adorno, sin mucho efecto. Más bien crudo, más bien sucio, más bien bajo la tierra, más bien mediante una fórmula clásica: boombap, micrófono, y aquelarre interno. Esoterismo del más pagano que se revuelve en el álbum para ser realista con un contexto como el de Antioquia y sus dilemas, de Urabá a Medellín o de ningún lado a ningún lado, una ciudad que como arquetipo del imaginario de tantas otras, es aquí a ratos laberinto de casquillos o labiales, templo para el rezo o la herejía o valle para cultivar cosas que se roban o se fuman.
En cada uno de los pasajes de Círculo Vicioso aparece Granuja como arlequín del tiempo, cronista de una época que no podía llevarse a la historia sino mediante la métrica, el ritmo, el timbre, la lógica o la mera incógnita que permite el hip-hop y cuyo lenguaje es dominado por este hijo bastardo del periodismo y el derecho; bufón de una Medellín distópica, futurista y subversiva, donde la ironía es parte de la construcción del territorio y donde el uso de la metáfora no se limita al juego poético y la disposición fonética, sino ante todo, a la ingeniería de códices de difícil resolución a la primera escucha. Se convierte el álbum entonces en una lectura exigente a causa de una ficción sónica labrada con meticulosos movimientos, con recetas aprendidas con los años, con la rima en todas las direcciones y la métrica en la apertura a la escucha del mundo en su forma cruda, oscura y despojada de cualquier imposición moralista.
Granuja logra así asomar un uso magistral del lenguaje popular, fascinantes diatribas en torno a la sociedad incoherente, irreverencia hecha disciplina en rapeo. Música rizomática pero cíclica que sigue un patrón que rueda y rueda en una forma clásica de competición y de militancia a la hora de demostrar la realidad desde el compromiso, pero se revela más allá de sus contextos para imaginarse un mundo tan lejos del evidente pero que se torna necesario por su enigmática transparencia y su notorio ocultamiento. La ciudad del pecado entonces se vuelve la fuga de una persona desde su intelecto, desde el mestizaje de las nociones de las cosas, logrando así un juego hermenéutico inigualable que devela un rap futurista, oculto y de culto. Rap de una ciudad sin dioses y más bien llena de voces, de otros raperos que le dan al álbum un toque final mediante colaboraciones que dan cuenta de las posibilidades de un rap nacido de las cenizas de una ciudad. El disco entero logra asomar sónicamente una mitología armada de todos los recursos que el hip hop le ofrece al mestizo con máquinas: sampleo para integrar la tradición, métrica para acentuar el sentido del mundo, timbre para reflejar la pasión, melodía para ser música, gramática para el imaginario, fonética para el andamiaje, y actitud para poder conjugar todas de una forma que ningún otro lo haya logrado. De comunas a favelas, entre vicios oscuros y la disciplina de estudiar y practicar un género que se vuelve forma de vida, y desde allí lograr el rito que hace de la música una máquina reactiva ante lo que parece ser una ciudad, una persona, un mundo, aparece este rapero para hablarle a todo, cantar el sur y buscar la zona más apropiada en la sombra, de paso armando un retrato de Colombia que no se lograba desde los tiempos en los que Gabo pintaba el Macondo que ahora este rapero quema junto al cóndor, las catedrales y su propia consciencia.