Un hombre acaba de sentarse en un parque sin ninguna compañía. El vigilante del lugar, que durante horas estuvo mirando hacia el mismo punto, sintió su presencia de inmediato. Como el parque nunca recibe visitas a esta hora, un intenso escalofrío se le instaló en el pecho cuando recordó lo que un día le enseñó un compañero de trabajo:
No hay nada más peligroso que un hombre que está solo. De esos cualquier cosa se puede esperar.
Estaba angustiado por la incertidumbre que le generaba la posibilidad. El cuerpo de aquel hombre no le decía nada, a pesar de haber pasado toda su vida vigilando las calles de la ciudad. Tal vez, el paso de los años le estaba arrebatando el recuerdo del rostro del crimen. O quizás el falso heroísmo que lo envolvía le impidió darse cuenta de que bajo la máscara del mal no se esconde nunca el mismo rostro. El caso es que estaba convencido de que todos son asesinos en potencia y por eso no le apartaría la mirada al hombre que estaba allí sentado, dándole la espalda, hasta que le mostrara alguna señal.
Veintisiete minutos después el vigilante empezó a desesperarse porque nunca había presenciado un crimen con tal nivel de premeditación. El frío en su pecho lo llevaba a pensar que ese silencio no podía significar inocencia y cuando decidió abordarlo para hacerle alguna pregunta extraña, el hombre solitario se levantó de su lugar y partió sin dirigirle nunca la mirada.