Crónica de un concierto orientado a objetos

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«Es evidente que un dragón no posee la misma realidad autónoma que un poste de telégrafo. Lo que sostengo no es que todos los objetos sean igualmente reales, sino que todos son igualmente objetos. Solo a partir de una teoría más amplia que tenga en cuenta tanto lo real como lo irreal, podremos tratar a los duendes, las ninfas y las utopías en los mismos términos que a los veleros o los átomos.»

–Graham Harman, El objeto cuádruple

Oscuridad: atmósfera que sugiere lo invisible. En un cuarto, aproximadamente 30 personas sentadas recostadas en la pared, todas mirando a un centro inexistente, donde no hay, por ahora, nada que ver. Conforme el ojo se acostumbra a la oscuridad y reconoce que no es completa porque hay ciertas leves luces filtradas, aparecen algunas sombras que revelan siluetas de objetos en la sala, de los cuales se rumora que estarán dando un concierto.

Se pueden ver sombras de muchos tamaños, aunque una de ellas es particularmente grande y suele moverse por todo el lugar. La luz completa nunca llegará en el concierto y todo será visualmente siempre un juego de sombras y referencias leves: una condición perfecta para lo que parece realmente darle vida a los objetos en el espacio: el sonido, como el primero que entra en escena: un leve microsonido continuo, extendido en el tiempo para crear un espacio delicado, que inmediatamente llama la escucha, la encanta, la embruja, la pide.

Este sonido se hará con el tiempo más intenso y se le agregarán varios similares que con al paso tejerán un fascinante drone donde toda la sala se amplifica y el oyente aparece como una pequeña partícula de polvo dentro de un parlante. La gravedad parece haberse ido y conforme otras texturas colman la dimensión invisible, un ecosistema emerge en la mera audición, especulando una ontología a raíz de la capacidad generativa del sonido.

La escucha aparece como un elemento del universo. En la invisibilidad vacua del lugar se cuelan tantas criaturas acusmáticas como células existen en quienes escuchan. Pero son criaturas autónomas, objetos que parecieran existir por sí mismos, tomar sus propias decisiones. Conforme el objeto grande se va desplazando por los demás objetos, parecen activarse nuevas relaciones. Al abrir los ojos y detenerse ante lo que se escucha en relación al intercambio de sombras, surgen tantas paradojas como sonidos en el momento: Lo que se ve en la oscuridad es una convergencia de espectros acústicos, acertijos lumínicos, movimientos inmateriales, formas biónicas, ecos atemporales, sonidos imaginarios, sentidos aurales, circuitos mutantes, cotidianidad intervenida, pantomima realista: cosas que no son cosas haciendo otras cosas que no son cosas.

La percepción colapsa cuando se abren los ojos y se consideran ya no solo las siluetas, sino las luces de unas masas que giran con un anillo de luz. Son varios de estos en el lugar, y al parecer, los sonidos que han creado mundos todo este tiempo, están relacionados con formas que se aprecian también en la materia pero que a ratos no se distinguen de lo inmaterial, como si existieran todas en una misma maraña: Medellín, latas de bebidas, un eco, el recuerdo de lo que debo hacer ahora. Personas, oídos, saliva, ventiladores de computadora, cables, energía eléctrica, ensoñación. Zapatos, manos, bombillos miniatura, una taza de cerámica y hadas robóticas. Exploratorio, un miedo de anoche, un cilindro de gas propano, dos altavoces diminutos, una botella de cerveza. Vasijas de metal, gente, cosas olvidadas, pilas, cemento, mesas.

En un punto el entorno es frenético, los sonidos se convierten en la fuente más confiable para pensar el mundo y la entropía de los sonoro con la materia hace de la experiencia un ritual hipnagógico hecho a partir del juego acusmático, la intermitencia simbólica, la apertura de posibilidades en el objeto, su autonomía y la forma como relaciona. Ventiladores que se chocan con las sillas, luces que golpean latas de cerveza, y formas sonoras que pueden desentenderse de los objetos antes mencionados. En la sonoridad cada objeto se revela aún más en sí, se muestra aún más universo, autónomo, infinito, inagotable, fuente de mundos.

El ecosistema de objetos atraviesa el éter y la solidez, cruza el sonido y las ideas, se combina con lo físico y el espacio. Es un concierto orientado a objetos, por eso hay átomos rebotando en sonidos, cosas imaginarias, recuerdos tangibles, adualidad. Las cosas existen aquí en sus tensiones, pero todas sus relaciones posibles son tan variadas como sus apariencias. Esto hace que un momento la percepción colapse y la sinestesia se haga natural. La luz pareciera el sonido y el sonido la luz. Empiezan a escucharse cosas más sugestionadas por la visión, y a verse cosas sugestionadas por la audición. La sinestesia no pareciera ser mera fusión de ambos sentidos ni simplemente reflejar uno en el otro. Aquí surge como un intercambio que nutre ambas percepciones, las cuales no se mezclan totalmente sino que se reconocen, relacionan, tienen dramas y conflictos, como todos los objetos en general.

Se logra con el tiempo ver que el objeto grande que activa los demás es un humano, cuyo sujeto parece ser en este caso un mecanismo de inteligencia que no solo activa sino que además concibe espacios de relación para los objetos, donde nacen otros nuevos –en su mayoría sonoros– con sus propios mundos y dilemas. La idea de Fernando Godoy radica precisamente en desaparecer como centro de la cuestión, aunque para que todo funcione en la sala, se agota como ningún otro ente. El sujeto en este caso es un servidor de un teatro de cosas, sonidos, luces, palabras, ideas; formas materiales combinadas con formas inmateriales a un punto donde solo hay eterealidad, fusión de la escucha con todo.

Así, poco a poco las luces, las sombras, los insectos biónicos, y los ecosistemas audibles se van diluyendo y reflejan una ambigüedad que aunque parece propia de todo el cosmos, luce a su vez más intensa en esta apertura de la escucha a reconocer de forma ecuánime cosas y sonidos, de donde deviene el hecho de no poder determinar la materialidad y la inmaterialidad en cuanto tales, no solo porque ambas se escapan a la conciencia sino porque en la mayoría de veces no se distinguen. Y así, cuando solo queda el último sonido, la última luz, y la última criatura desactivada al desconectarla de su batería aparece, firme, la oscuridad: atmósfera que sugiere lo invisible. En un cuarto, aproximadamente 30 personas sentadas recostadas en la pared, todas mirando a un centro inexistente, donde no hay, por ahora, nada que ver.

Saywa

Rossana Uribe + Miguel Isaza. Alquimia audiovisual: sonidos, imágenes y palabras entrelazadas en la maraña de la red.