El año pasado nos enseñó France Jobin que La Semana de la Escucha es una fuerza silenciosa. No es en sí un silencio, porque es fuerza, pero tampoco es mera anarquía, porque se basa en el flujo del sonido, que es geométrico y viscoso: no se conocen hasta ahora ruidos separados de otros y no hay sonancia sin forma. Esta fuerza silenciosa es entonces un panorama siempre presente en la manera que tenemos de entender la ciudad y se cuela por ello a la manera de un reclamo desde el centro hacia afuera, implicando ello una constante pregunta por cuál viene siendo realmente el núcleo y cual la membrana. ¿El centro se traslada o es fijo? ¿Tiene centro la escucha?
Se pensó por ello un programa para explorar la ciudad en busca de otras perspectivas en sus escuchas, quizás bajo influencia directa de ese borde supuesto, buscando de alguna forma mantener relación con algún centro. Como el gato en la altura vigilando su presa; como el monte que le llora a la ciudad, como un vacío que acoge un valle. El oído se desprende del núcleo porque desde la esfera que cubre su espacio, se declara con mayor firmeza la intención de ser. Por ello seguimos el impulso de la liminalidad y la altura que se sitúa más allá del oído para expandirlo: es más una manera de reclamarle a la escucha su presencia y menos una petición a los que «no escuchan». Tampoco es un asunto de géneros, o de categorías, no viene al caso. Ruido y ambient son uno y el mismo a la hora del auditum, aún cuando la ortodoxia quiera lo contrario. Es cuestión aquí de la multiplicidad de lo escuchado (auditum) expresada en el intercambio de saberes, en la activación de los territorios, en el conocimiento abierto desde la sensibilidad, en la elevación que implica disponerse a la música, en la vida que se presenta como forma de ecos evanescentes.
Este año el auditum se buscó en esa posición periférica precisamente porque el centro de la máquina parece estar concentrado en la toxicidad exótica de sus delirios. El borde no es, sin embargo, fácil de sortear, y en gran medida, no es sino otro centro con otro borde. Quizás los límites sean solo ilusiones y quizás el pensamiento categórico y guerrerista son en realidad los que nos han tendido la trampa. De todos modos, la realidad es evidente: hay estratos, atmósferas, capas, momentos que debemos recorrer: afuera de nosotros, en nuestro límite con la otredad, en nuestra frontera con el misterio, nuestro centro, que a la final se halla al parecer en la pregunta y no en algún tipo de afirmación. Se entiende por ello que la liminalidad y la centralidad son adjetivos y no sustantivos: esto es, cualidades según la experiencia, y no propiamente sustancias fijas y determinadas. Fronteras invisibles, bordes fabricados, limites relativos, mutaciones de la altura.
Y en esa mezcla sueños, sangre, dinero y belleza, el suelo parece más sencillo: a la final no hay que hacer algo distinto a seguir las corrientes del límite y dejarse llevar. Y así, al dejarnos llevar, al situarnos en el borde, terminamos elevados, flotando en una realidad insomne pero a la final colmada de sentidos, rutas a figuras nuevas que solo son posibles mediante la variación constante de lo que llamamos perspectiva. Pensar la periferia, sentirla, oír sus variaciones, hacerla centro, y que lo que ayer era central, hoy sea periférico. Así quizás podamos también elevar el suelo.