Las ciencias humanas como afirmación de presencias

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A manera de exergo

Ahora dedico gran parte de mi trabajo académico a resolver algunos interrogantes alrededor de las ciencias humanas, entre los cuales destaco las preguntas por las características de ese campo en cuanto a sus problemas, a sus conceptos fundamentales, a los saberes que lo constituyen, pero también, por la forma como debe conducirse en ellas una investigación, de tal modo, que sus resultados signifiquen aportes que contribuyan no sólo a su crecimiento como campo de conocimiento, sino al descubrimiento de nuevos problemas, que efectivamente procuren una nueva comprensión de eso que tradicionalmente se ha llamado “los problemas del hombre”, de un hombre real: histórico, moral, político, etc.

Pero aún es muy temprano para presentar avances en esa dirección, la tarea es ardua y la mayor dificultad radica en construir un acervo conceptual a partir del cual poder nombrar y esclarecer los problemas puntuales que constituyen ese universo de las humanidades con relación a “los problemas del hombre”. Por eso he optado aquí, por presentar mis inquietudes más tempranas, casi que intempestivas y carentes de cualquier sistematicidad. Se trata de perspectivas dislocadas, sin ritmo conceptual, y más bien cargadas de cuitas, de afecciones, de altisonancias, y de discontinuidades febriles; de hecho, los autores y las palabras de otros con quien converso, provienen de diferentes lenguajes, entre los cuales, la poesía ha sido de vital importancia para acercarme a la nombración de mis propias visiones, lo cual, en lugar de disipar las ideas, termina siendo necesario, pues finalmente se trata de pensar a las humanidades y a la diversidad expresiva que representan. Pero lo más seguro es que la ausencia de orden y de cuerpo académico de este trabajo, no quede consagrado finalmente en los resultados de la investigación, pero si quedarán como latencia, a manera de esas motivaciones dispersas del pensamiento que operan como motores y necesidades del espíritu para llegar un día a decir algo.

Las primeras afirmaciones a las que he llegado, y que señalan un punto de partida de mis reflexiones son: las humanidades estudian las presencias humanas; segundo, toda presencia es simultánea con otras: no hay ocultamiento fundamental; tercero, en tanto presencias, son visibles y enunciables, y cuarto, es preciso decirlas, describirlas, sacarlas de su presencia maldita, para hacerlas parte de lo que hay que saber y de lo que hay que entender; pues en últimas, no se trata de exorcizarlas, sino de comprender los flujos que las constituyen, sus condiciones de emergencia; sólo allí, en esa sinuosidad podrá ser posible saber algo del hombre, tal como sentencia Rimbaud: “Cuando el mundo quede reducido a un solo bosque negro para nuestros cuatro ojos asombrados […] te encontraré” (1981, p, 54); al igual que como Marc Bloch insta a ese redescubrimiento, «El buen historiador -dice- se parece al ogro de la leyenda. Ahí donde olfatea carne humana, ahí sabe que está su presa» (2001, p 15).


La Afirmación de las Presencias

Las rutas de Foucault y de Benjamín, entre otros, así como las del surrealismo y las de la poesía de Elizondo y de Paz, nos sugieren una otredad casi que insondable, una muestra de lo que ha olvidado el hombre de sí mismo, ya, de tiempos fabulosos, de oniricidades atroces, de poéticas fundantes como en María Zambrano, o de felicidades sin culpa como en Marcuse y como en el “curador del diván”. Otredades que la ciencia y la civilización han arrasado: subjetividades perdidas, prácticas mágicas y rituales ancestrales, así como tiempos de inocencia, pero también de barbarie, de salvajismo, o de otra forma de inocencia.  A este mundo del olvido se le suele llamar también “mundo de la ausencia”, de lo inmemorial y lo perdido; así como “el Ser excluido” u “ocultamiento del ser”, y del mismo modo, marginalidad, imaginación, fantasía. En su lugar, la cultura ha levantado un monolito de sí misma; así como también el logos, el racionalismo y el empirismo lógico han escrito la única prosa del hombre, con un único rostro y un único significante; una unidad rocosa y autocomplaciente sobre la cual se afirman todas las certezas, todas las presencias y todas las rúbricas legitimadoras de la utopía y del deber ser; pero algo de todo ello, se ha ido, así parece anunciarlo Rimbaud en Mañana de embriaguez:

¡Oh, ahora, nosotros, tan dignos de esas torturas! Reunamos fervientemente esta promesa sobrehumana hecha a nuestro cuerpo y a nuestra alma creados: esta promesa, ¡esta locura! ¡La elegancia, la ciencia, la violencia! Se nos ha prometido sepultar en la sombra el árbol del bien y del mal, desterrar las honestidades tiránicas, para que traigamos nuestro purísimo amor. Comenzó por ciertas repugnancias y termina, -no pudiendo coger enseguida esa eternidad, – con una desbandada de perfumes (1981, p, 52).

La primera afirmación es que, las humanidades no tienen como problema las ausencias, ni el ocultamiento, ni el olvido, ni las poéticas fundantes ni la felicidad sin culpa, porque aquello que hemos llamado la Otredad, escrita con mayúscula y en letra cursiva por la filosofía y por la poética contemporánea, no puede ser anunciado como ausencia, no es posible, pues todo ello está ahí presente en la misma superficie de todas las presencias, al lado de unas como eidolas perfectas, estas otras, como gárgolas siniestras, no ausentes, sino como presencias maldecidas y malditas. Esa otredad no es pues ocultamiento sino mostración definitiva y rampante.

Por eso, si alguien ha dicho que emprenderá la búsqueda de lo perdido del hombre tras el velo de la razón suficiente y de la utopía monumental, deberá decírsele que no requiere levantar ni una sola piedra pues lo que busca es la piedra, y que no necesita llevar el hombre hasta el paroxismo de su inconsciente, pues lo profundo en él, su “suyacencia”, está en su propia boca, en sus ojos y en su mirada, en sus manos y en sus ademanes. Tal vez, para encontrar el hombre, tan solo sea suficiente verlo y afirmarlo tal y como es, siguiendo a Oliverio Girondo, anunciándolo con las palabras más simples, más deslucidas y más pobres:

y usaremos palabras sustanciosas,
auténticas;
no como esos vocablos erizados de inquina
que babean las hienas al instarnos al odio,
ni aquellos que se asfixian
en estrofas de almíbar
y fustigada clara de huevo corrompido:
sino palabras simples,
de arroyo,
de raíces,
que en vez de separarnos
nos acerquen un poco.

[Persuasión de los días, Clásicos, 2007, p, 6].

Ese, “de nosotros nunca sabremos nada” que sentencia Porfirio en La estrella de la tarde, no acusa un atroz escepticismo, sino la necesidad de preguntarnos de otro modo, no del modo de “llegar, algún día a saber algo”, -pues como dice el mismo Rimbaud: “Mi sabiduría es tan desdeñosa como el caos”- (Vidas I, p, 47), sino del modo de afirmar lo sabido ya, sobre “nosotros mismos”, de afirmar la presencia misma como evidencia del hombre. Y no se trataría entones de preguntar por los fantasmas ni por los inimputables como lo hacen la nigromancia y la biología, como tampoco, indagar por la evidencia de las cifras, de los almanaques, de los censos y de las estadísticas. De todo ello ya se ha ocupado la terminología justificatoria de la economía y de la administración de justicia. Porque, “afirmar las presencias”, no es otra cosa que ver eso que ha estado allí siempre, saltando y dando vueltas, pero rehuido de la luz, opacado o negado por el brillo de la cordura, de la unidad de la razón y del sentido; y que, no obstante, se asoma, vive entre nosotros, es nosotros; o ¿cómo negar que el crimen, la vejación, la maledicencia y la crueldad, como también que el miedo, el fracaso y la estulticia, así como la ignorancia, la demencia y la fragilidad son superficies visibles, marcas propias, cotidianidades dispuestas? Sin ambages, las humanidades deberán afirmar esas presencias sin rubor alguno; afirmarlas como otredad presente, como evidencia del hombre.

La Presencia no es una ausencia ni misterio insondable, es, contrariamente lo que está de pie ante nosotros y entre nosotros: una vida, un tumulto, un crimen, una herida. Empero, las humanidades temerosas y aparapetadas con los signos de la «ciencia» y de la «virtud», eluden el nombrar lo otro como un mundo posible, como si no estuviera allí, viéndonos, y nosotros a ello también. Entre ellas, la poesía trasgrede la tranquilidad de la prosa epistemológica y atreve un lanzamiento: “allí está presente eso que somos” y que hemos soslayado ya por miedo o por pudor; Octavio Paz, ha encontrado en la imaginación poética la episteme para esa afirmación:

La imaginación poética no es invención sino descubrimiento de la presencia. [se trata de] Descubrir la imagen del mundo en lo que emerge como fragmento y dispersión, percibir lo uno y lo otro […] darle presencia a los otros. (2011, 28).

La poesía ha afirmado lo otro, nos lo devuelve sin escrúpulos y sin mediación: la herida abierta a la intemperie, aunque el tratadismo humanista se empeñe en sembrarla y en cubrirla con flores de jardín, como si la herida no se viera, como si no sangrara, como si no supurara también parte del mundo, parte incluso del jardín que huele bien y parte incluso de su belleza que se ve bien. Quizás, más tarde, la historia y la filosofía puedan hacerlo de igual modo: afirmar la herida, esa que vemos y nos mira, humanida-des a secas, sin ciencia –o con ella; pero herida al fin de cuentas, y no sólo como un dolor ajeno, sino como rasgo del hombre: como sus ojos, como su boca, como sus manos, o mejor, herida como reencuentro, esto es, como mirada, como beso y como tacto, como mirada sobre sí mismo, para decir con Salvador Elizondo:

¡Cómo hieres, espejo,
la turbia pequeñez de la mirada!
En tu imagen callada me contempla el reflejo
de una mirada que creía olvidada.

[Contubernio de espejos, p, 13]

La Afirmación de lo otro como presencia exige una nueva manera de interrogación y de búsqueda. Ya no se trataría de buscar sólo la luz de la belleza, del sentido y del valor de la humanidad y de las humanidades con acento alambicado en las consonantes; ni de afirmar ingenua y doctrinalmente la necesidad de una victoria del bien sobre el mal, ni de la virtud sobre el vicio, ni de la inocencia sobre el crimen, se trataría de arrojar luz sobre todas las esquinas de la calle. Cuando Gustavo Bueno cuestiona la pretensión de las «ciencias humanas», es porque pretenden ser luz de una oscuridad conceptual, siempre ambigua, que opera como mampara que impide entender precisamente lo que se pregunta; dice:

Es propia […] de la expresión «ciencias humanas», su aparente luminosidad, la claridad e inmediatez de su significado [Ellas] «son las ciencias que se ocupan del conocimiento del hombre»; o, dicho en griego, «la forma científica de la autognosis». ¿Cabe algo más claro, más incitante, más puro, más inmediatamente evidente? La expresión «ciencias humanas» tiende a ser entendida […] hacia el «conocimiento del hombre», o bien, hacia el conocimiento de «lo humano del Hombre», como algunos dicen con la pretensión de alcanzar una mayor precisión y rigor en su definición […] cuestiones muy oscuras: «¿Qué es el hombre?»; sobre todo: «¿Qué es lo humano del Hombre?» (1978, 13).

Desde ese escrúpulo, de pretender recuperar en el hombre como una esencia su sentido, toda pregunta se estrella contra el acantilado por donde se arrojan los corderos; y siendo mejor su suerte, se va desvaneciendo desde el mismo momento de su enunciación y al terminar con el signo que interroga, ya no es más que silencio. Porque, para esa búsqueda del triunfo irrefutable del sentido, “todo inquerir –sentencia nuevamente Porfirio- fracasa en el vacío/ […] toda pregunta vuelve a nosotros trémula y fallida” (1983, 50). Porque no es por el rostro iluminado –digo-, sino por la luz que devela también el rostro oscuro, el rostro criminal y el aterrado; una pregunta por la presencia irrefutable de lo que también compone «lo más humano de lo humano», afirmando como Elizondo frente a su propia imagen:

Vives en un espejo
de azogue turbio y realidad incierta.
Te invoco en su reflejo
y se queda desierta
la angustia con que llamo en esa puerta.

[Contubernio de espejos, p, 14]

La Presencia, de ningún modo es pues lejana, está aquí y ahora, como siempre, de pie y ante nosotros: serpentea, chilla, increpa, estruja y mata. Es un gran animal al cual atribuimos todos los crímenes y los vejámenes de la historia, un ser cruel, como el aterrador Maldoror; un alguien más que esperamos no sea ninguno de nosotros, porque sería un descanso para el alma saber que no hemos sido los portadores del mal, que no hemos sido nosotros los homicidas; mas, frente al espejo de Elizondo tendremos que preguntar como Porfirio:

¿Quién puso en nuestro espíritu anhelante,
vago rumor de mares en zozobra,
emoción desatada,
quimeras vanas, ilusión sin obra?
[…] en la inquietud constante,
nunca sabremos nada.

[P. Barbajacob. p, 49].

Así, como frente a nuestra propia memoria, debemos escrutar como el Inquisidor (1975) de Borges:

Pude haber sido un mártir. Fui un verdugo.
Purifiqué las almas con el fuego.
Para salvar la mía, busqué el ruego,
el cilicio, las lágrimas y el yugo.
En los autos de fe vi lo que había
sentenciado mi lengua. Las piadosas
hogueras y las carnes dolorosas,
el hedor, el clamor y la agonía.
He muerto. He olvidado a los que gimen […]


Ver la Simultaneidad

La presencia de lo Otro no es simple empirismo y no por ello deja de ser claridad: allí está. Y no es simple empirismo no porque no se exprese en él, pues, de hecho, la muerte en las calles, los enfermos, los reclusos, “los traperos”, más, el crimen, el fanatismo y la guerra, son formas visibles y sensibles mucho más que las virtudes de las cuales es casi necio derivar una representación. Pero a pesar de su expresión fáctica, no resiste nomotesis ni taxonomía alguna; las presencias se asoman como dientes, como gritos, como llanto, al igual que como balbuceo, espasmo y carcajada, y a veces como silencio. Es una expresión que serpentea entre un rostro asombrado y una acción rampante, carnal, social e histórica. Por tanto, y como presencia, no haya otra vía que acudir al Ver como metodología, un ver, precisamente en medio de los rostros y de las acciones; no sólo los ojos sino la mirada, no solo el olfato sino el olor, no solo la boca sino el sabor, no sólo la mano sino el tacto; suspendiendo el Ver en una extraña vigilia, que hace de lo Otro no una esencia insondable, sino la evidencia de todo lo posible, allí presente, mezclado, orgiástico; insistiendo impasible entre todos los tiempos y los rostros de la historia. A esa manera del Ver, dice Rimbaud:

¡Pequeña vigilia de embriaguez, santa! Aunque sólo fuese por la máscara con que nos has recompensado. Te afirmamos, ¡método! No olvidamos que glorificaste ayer cada una de nuestras edades. Tenemos fe en el veneno. Sabemos dar nuestra vida entera todos los días […] He aquí el tiempo de los Asesinos (1981, p, 51).

Ver, no es imaginar, sino presenciar la evidencia del hombre, presenciarnos como fuente y destino de todas las acciones; por tanto, no es posible ni el olvido ni el escepticismo, otra cosa es la omisión o el solapamiento escrupuloso, como también, considerar las disidencias morales como excepción. Todo está allí dispuesto en la vasta superficie del hombre, ni siquiera es posible el no creer; ni siquiera en un pasado fabuloso o divino, ni mucho menos, en la dislocación y la pérdida de toda memoria, pues también el olvido forma parte de aquello en lo que la incredulidad no es posible: el olvido no es ausencia, sino expresión de una y mil presencias. ¿Y qué puede seguirse de ello? ¿De ver lo bueno y lo malvado abrazados en la misma calle, lo recto y lo torcido fundidos en una sola mirada, la muerte y la vida sostenidas por un solo aliento, como si no hubiera frontera ni límite sino puro encaje, como en el vestido de los reyes, como en la mugre de los indigentes o en los arabescos de las catedrales? Tal vez, alguien quiera, algún día, cerrar uno de sus ojos para que sólo la pradera y la utopía sean posibles; quizás Stendhal, cuando dice, «La belleza no es nunca otra cosa que una promesa de felicidad» (1955, p, 474). Pero también, hay quien abre todos sus ojos, no sé cuántos, como Argos mil, y entonces pueda ver que el desierto sucede a la pradera y la agonía a la utopía, y pueda decir como Rimbaud, «Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga. —Y la injurié» (1997).

Ver es advertir la simultaneidad de todo lo posible en el hombre, y no lo posible como futuro sino como insistencia, como pasado, como presente y como porvenir. Quizás por ello el Fergus Kilpatrick de Borges siempre haya sido, simultáneamente, héroe y traidor (1996, p, 107); y a pesar de la edad de oro, también, desde el principio y hasta el final, fuimos de plata, de bronce y de hierro, pues la metamorfosis no es un quebrantamiento de naturaleza alguna, sino la expresión de una continuidad y simultaneidad inevitable; Gregorio Samsa, ya era insecto, en Gregorio Samsa comerciante habitaba desde siempre el insecto. A veces, para la tranquilidad del alma y del humanismo, es preciso cubrir el rostro con las manos para no ver el horror, pero finalmente, este no queda cubierto; entonces, es preciso dividir en dos al monstruo, como Apolo, para que la arácnida y andrógina criatura no gobierne, para que el espíritu deforme se ahuyente, e incluso, sienta miedo por la poderosa y límpida eugenesia del bien, así parece sentirlo el melancólico hermafrodita de Los cantos de Maldoror:

[Él], no mezcla su presencia entre los hombres ni entre las mujeres, pues su pudor excesivo, nacido de la idea de que sólo es un monstruo, le impide conceder su ardiente simpatía a nadie. Creería profanarse y creería profanar a los demás. Su orgullo se repite este axioma: «Que cada uno permanezca en su propia naturaleza.» Su orgullo, he dicho, porque teme que, uniendo su vida a un hombre o a una mujer, le reprochen, tarde o temprano, como una falta enorme, la conformación de su organismo (Canto Segundo. 2006, p, 52).

Pero hay quien, en lugar de rehuir a la luz se asoma con insistencia reclamando la dignidad de los infames; tal vez Rimbaud cuando dice “estoy consagrado a un desorden nuevo”, y, en una mañana de embriaguez, convertirse en un “malvado loco” y saludar al unísono y sin vergüenza, [la] «Risa de los niños, [la] discreción de los esclavos, [la] austeridad de las vírgenes, [el] horror de los rostros y [de todos] los objetos de aquí […]» (1981, p, 47). O del mismo Judas, que, en sus tres versiones borgianas, queda plenamente justificado y liberado, pues:

“El verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la muerte; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno” (1996, p, 135).

Porque al fín, cuán inútil resulta toda negación y todo ocultamiento: el asesino, la belleza, el héroe, el traidor, el hermafrodita y el insecto, marcan como pliegues la pregunta por el hombre; marcan como cicatrices y como cruces de caminos su completud humanizada, su naturaleza inevitable. Morir a ello, cerrar las puertas al sol y a la ventisca, es pretender un olvido imposible de sí mismos. Y no habrá que mirar ni hacia arriba ni hacia abajo para ver nuestra propia presencia; en la piel, en la mirada y en el gesto está todo lo que somos, como lo recuerda Porfirio:

El son del viento en la arcada
Tiene la clave de sí mismo:
Soy una fuerza exacerbada y soy un clamor de abismo.

(“El son del viento” p, 51).

Sin el escondrijo de la ciencia, de la razón y de la virtud, el horror se vuelve familiar y el rostro altivo de Narciso se aja y frunce el ceño; pero ello sucede sin reparos, sin escándalos ni fatalidades; todo queda entrenos, constituyéndonos como vida, como cosa cierta; sin importar incluso, cuan frágil o trémula pueda ser la ontología que nos signe, y que además de la oxidante estirpe de hierro, podamos ser también de la estirpe de la sombra, hasta desvanecernos y confundirnos en la misma fragua en que Vulcano forja por igual el amor de Venus y su venganza despiadada; pues ni siquiera la simultaneidad evidente de todas nuestras formas de presencia, otorgará un derecho que no sea ya dado, desde el principio áureo, como nimiedad, como belleza y como despedida.

Desde entonces, he visto varias generaciones humanas elevando, por la mañana, sus alas y sus ojos al espacio, -nos recuerda Lautréamont- con la inexperta alegría de la crisálida que saluda su última metamorfosis, y muriendo al atardecer antes de la puesta del sol, con la cabeza inclinada, como flores marchitas agitadas por el soplo quejumbroso del viento (p, 59).


  El No saber y la imposibilidad de toda síntesis

La presencia conserva el doble rostro de un “saber” y de un “no saber”. Un saber moral para su extirpación, para exorcizarla; un saber jurídico para penalizarla, un saber político para someterla, -no antes sin usarla-, y un saber clínico para medicarla. Nuestro “saber” de la presencia es tan claro y al mismo tiempo tan limitado, como el que se tiene de la vida y de la muerte: un saber representativo como estado de cosas y como cualidad, o simplemente como predicado. Pero en medio de todo ello insiste un “no saber”, que no es propiamente la ignorancia, sino del “no saber” vivir con ello, de “no saber” decir de ello como condición de sentido, como puridad y beatitud, incluso, como experiencia de saber desde allí. No se trataría entonces de una predicación ni de un saber apodíctico, como decir, “somos mortales”, sino de comprender el acontecimiento de morir como lo que se efectúa en uno y se expresa en otro (Deleuze. 1969, p, 186). Porque “vivir” y “decir” desde allí es poder enunciar: “también he muerto”, “yo-criminal también he asesinado”, “yo- salvador, también he traicionado”, “yo-uno, soy extraño”, o “yo me asomo por encima de mi propio hombro”.

El “no-saber” es una especie de olvido, de olvido de sí, no como fulano de tal, sino de nosotros; pero tal olvido no es de la experiencia sino de su nombre propio. Solemos mirarnos a los ojos con la complicidad de que lo sabemos todo, incluso de antemano, pero luego hablamos de otra cosa, de otro nombre, y la experiencia constitutiva se queda en silencio, pero sin ahuyentarse, sigue manifestada allí, como criatura hetérica (Benjamin, 2001, 53), pues, negarle un nombre no le niega su presencia y su incidencia en el presente y como presente. Por eso, olvidar sea más bien callar u omitir, pues incluso podríamos hablar de eso, pero con el pudor de las palabras de la ciencia y de la filosofía, y en lugar de decir desgarradura, miedo, herida y vileza, digamos mejor, paciencia, prudencia, rasguño y error; y tal vez pocos tengan las agallas para decir, “soy un canalla”, “soy una serpiente”, “soy una herida”, y prefiera afirmar en su lugar, “soy un aspirante, todo es política”.

El olvido opera pues como una pretensión moral, como una estrategia de la decencia, y la historia, la filosofía, la psicología y la política proceden del mismo modo: esperar que esa presencia retroceda en el pasado hasta su mayor oscuridad o hasta su más lejana prehistoria. “Es un yo primitivo –dicen- “, “lo combatimos siempre –arguyen- “, “nuestro presente es el derecho y la civilización –postulan”; a pesar de ello, como lo indica Benjamin:

Cada olvido se incorpora a lo olvidado del mundo precedente, y le acompaña a lo largo de incontables, inciertas y cambiantes relaciones que son origen siempre de nuevos engendros. Y olvido es el recipiente de donde surge el inagotable mundo intermedio de las historias.

El “no-saber” y el olvido son un alivio que no nos obliga a ver, o que nos autoriza abrir sólo un ojo, o incluso, a seleccionar solo una forma “del saber”. Walter Benjamin, atreve la pretensión, desde la historia, de estar frente a frente con ese “no-saber”, con ese olvido, no para acometer su superación sino para verlo, para devolverle su presencia irreductible en la historia y entre nosotros. Por ello, en lugar de reclamar una memoria mítica, imposible, acude a la recordación para hacer una lectura contrahistórica del pasado (Conf. Reyes Mate, 2012, 72): este ha sufrido un recorte por la historia oficial pues lo ha incluido parcialmente en el presente, en tanto ha declarado la ausencia del resto de pasado: el trapero, el sin-nombre.

Y a la pregunta crítica para la ilustración, de si, ¿hemos superado la infancia y la barbarie? (p, 66), diremos que no, pues ellas, no quedan excluidas como “afuera”, sino incluidas como olvido, como “adentro”, por eso es una Ausencia presente como evidencia: como el “gran animal” que, con sus dientes, con sus garras y con su mirada iracunda se incorpora entre nosotros para ejercer un gobierno silencioso y sanguinario. Y por más que nuestras manos y nuestros rostros procuren estar limpios, al cortar las flores para la sepultura siempre queda algo de cieno y de sangre entre las uñas, y es posible que corra algo de llanto por la recordación. Sin la negación de la sombra, y sin la pretensión de superarla por vía de la luz, el mundo alcanza su máxima completud, está todo allí disperso, presente, con las cosas y los seres dispuestos en el mismo nivel de superficie sin más jerarquía que la que atribuye el miedo. Tal vez, eso quiso demostrar Benjamin al recordar las palabras de Kafka en El proceso para Josef K:

Para él, sólo la plenitud del mundo vale como única realidad. Todo espíritu tiene que ser una cosa especificable para obtener aquí un lugar y un derecho al ser… En la medida en que lo espiritual cumpla aún algún papel, será bajo guisa de espíritus. Y los espíritus se transforman en individuos completamente individualizados, son nombrados como tales y el nombre está íntimamente ligado al del adorador… Esta plenitud hace desbordar, sin perjuicio, la plenitud del mundo… Despreocupadamente se multiplica la aglomeración de espíritus; … nuevos se suman a los viejos, y todos ellos diferenciados entre sí por sus nombres.    (Benjamin, p, 154).

Esta plenitud del mundo, no puede ser reducida como unidad aséptica o positiva; las humanidades deben rehuir toda síntesis y toda reconciliación por vía de la superación. En los laboratorios de los justos, así como en los de la química farmacéutica, se busca la reconciliación del hombre y la cura contra sus desviaciones, contra el crimen, la crueldad, la culpa y el “mal de ojo”. Y, ¿por qué? -se preguntan algunos-, han de curarnos de todo ello, ¿por qué han de desplazar siempre la noche al pleno medio día, por qué han de omitir con la máscara del olvido aquello que no puede ser ajeno a esta estadía, a esta vida? Entre los sintetizadores, Pasteur es más sensato que Hegel, pues si bien procura la superación de la infección, no atribuye su causa a la contingencia “moral” de los individuos ni a la generación espontánea de la enfermedad, sino que comprende que la descomposición y “el mal” son organismos vivos que forman parte del mundo de la vida, de su atmósfera, de su composición, y con su Omne vivum ex vivo, demuestra que todo ser vivo procede de otro ser vivo anterior.

Hegel, en cambio, usurpa el derecho de la diferencia imponiendo una superación lógica, parece valiente al afirmar la desviación, pero luego con el artilugio de la dialéctica la restituye desde la cura a la positividad del mundo, para hacerlo más tolerable, más digno. ¿Cómo es posible, por ejemplo, superar el delito con la pena para restituir el derecho? Ah, ¿desde cuándo las cárceles, los sanatorios y los establecimientos educativos adquieren el poder ontológico de superar el crimen, la locura y la ignorancia? Acaso, ¿no es precisamente desde ese intento de síntesis como se termina afirmando aquello que pretende ser negado? Como lo ya lo ha advertido Reyes Mate, aquello que se saca por la puerta termina entrando nuevamente por la ventana.

o amenaza, sino que la re-afirma como práctica para legitimar el derecho y el poder que ejerce sobre los otros: los infames, los inermes, los traperos. Por eso, acusa Benjamín:

El, «gran» criminal, por más repugnantes que hayan sido sus fines, suscita la secreta admiración del pueblo. No por sus actos, sino sólo por la voluntad de violencia que éstos representan. En este caso irrumpe, amenazadora, esa misma violencia que el derecho actual intenta sustraer del comportamiento del individuo en todos los ámbitos, y que todavía provoca una simpatía subyacente de la multitud en contra del derecho. ¿Cuál es la función que hace de la violencia algo tan amenazador para el derecho, algo tan digno de temor? La respuesta debe buscarse precisamente en aquellos ámbitos en que, a pesar del actual orden legal, su despliegue es aun permitido (p, 27).

El afán de la reconciliación, tal vez no provenga de un error en la formulación de las preguntas sobre, quiénes somos, sino, en el valor atribuido a las creencias, que, desde luego, no se halla exclusivamente en las cuestiones religiosas, sino, y de manera más calcárea, en las cuestiones filosóficas. Alguien ha dicho ya de la escisión, de la ruptura con la unidad fundamental: de la caída, siguiendo a Azcuy, dada in illo tempore. En esa fractura, la identidad sagrada ha sido infectada por el mal que ha fundado a un hombre, más vil, más indigno, sucio y trágico; y que ha instado la necesidad perentoria de una restitución por vía de la cura, de la síntesis médica y filosófica, que opera como una extraña dialéctica, en la que el valor positivo es postulado a priori como un héroe moral, -un vencedor de antemano frente a la tragedia-, y que ha logrado llevar a juicio a los villanos y a los dementes, no para ultimarlos sino para superarlos, para sanarlos, para reincorporarlos a las legiones de bien y del deber ser. Pero ¿cómo superar por vía de la síntesis o de la reconciliación final, aquello que en sí mismo es afirmación irrevocable, una tesis vital, constante e insistente, por más que se procure llamarla anomalía, desviación o enfermedad? Ante esa imposibilidad práctica y ontológica, toda síntesis y toda restitución de sentido son impostores de la realidad.


Sin conclusiones

Cómo lo advertí desde el principio, esta intervención apenas se asoma como pregunta por los problemas, las luces, las sombras y los relieves del campo de las humanidades. De ellas apenas alcanzo decir lo que he visto literalmente con los ojos de la carne. Y eso que he visto, no implica una apología, sino, la necesidad de decirlo, de describirlo, después vendrán otros caminos para saber qué hacemos con ello, por el momento hay que declararlo como lo que es: presencia y evidencia. Aunque, tal vez, ya pueda acercar una primera hipótesis, metodológica, para las ciencias humanas: se trata de ver. Para algunos, como para Rimbaud, ello produce sufrimiento, para otros, como a Caeiro, le permite la imperturbabilidad frente al mundo siempre como nuevo, incluso sin preguntas. El primero, Rimbaud, lo confiesa de ese modo en Cartas del Vidente a su profesor Georges Izambard en 1871:

Por el momento, lo que hago es encallarme todo lo posible –dice- ¿Por qué? Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme vidente: ni va usted a comprender nada, ni apenas si yo sabré expresárselo. Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos. Los padecimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, que haber nacido poeta. No es modo alguno culpa mía. Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan […] Yo es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín. ¡y mofa contra los inconscientes, que pontifican sobre lo que ignoran por completo!

Alberto Caeiro, también ve y advierte la presencia, pero no hay aspaviento ni tragedia, ni tampoco hay engaño por un mundo total, único e imposible; en El Guardador de Rebaños dice:

Entreví, como una carretera por entre los árboles, / y es que tal vez yo sea el Gran Secreto, / aquel Gran Misterio del que hablan los poetas falsos. / Vi que no hay Naturaleza / que la Naturaleza no existe / que hay montes, valles, llanuras, / que hay árboles, hierbas, / que hay ríos y piedras, / que no hay un todo al que eso pertenezca / que un conjunto real y verdadero / es una enfermedad de nuestras ideas. // La Naturaleza son partes sin un todo.

(Caeiro, XLVII 1984, p 63)

Y en esa medida para Caeiro, ver, es lo mismo que comprender; agrega:

Mi mirar es nítido como un girasol –dice-. / Tengo la costumbre de andar por los caminos/ Mirando para la derecha y para la izquierda, / Y de vez en cuando mirando para atrás…/ Y lo que veo a cada instante/ Es aquello que nunca había visto, / Y sé dar por eso dar con generosidad…/ Sé tener el pasmo esencial/ que tiene un niño si, al nacer, / notará que nació de veras…/ Me siento nacido a cada instante/ Para la eterna novedad del Mundo.

(Caeiro, II, 1984, p 35)

Pero incluso, más allá de la antigüedad de las presencias, o de su eterna actualización como novedad, más allá del “saber” o “no-saber” que las envuelve, ellas constituyen la evidencia de todo lo real, sin jerarquía alguna, habitando con nosotros y siendo nosotros ¿qué buscan pues aquellos que ante la evidencia se empeñan en buscar mundos imposibles, inexistentes y vacíos, como si la tremenda realidad no bastara para estar en pie, a gusto, cumpliendo el rol de “cualquier cosa”, santa, vil, crasa, nimia, roja o gris? Tal vez esa haya sido la insuficiencia de la filosofía, buscar un mundo más allá, bien por un convencimiento ingenuo o por una estrategia moral, o incluso, por la insoportabilidad que le resulta al ascetismo la comprensión y la expresión real del mundo. Así lo denuncia Clément Rosset en El principio de Crueldad [2008, p 21].

La única pero gran debilidad de los argumentos filosóficos que tienden a hacer dudar de la total y entera realidad de lo real consiste en ocultar la verdadera dificultad que existe de tomar en consideración lo real y solo lo real: dificultad que, si bien reside secundariamente en el carácter incomprensible de la realidad, reside primero y principalmente en su carácter doloroso. En otras palabras,  mucho me temo que la desavenencia filosófica con lo real no tenga su origen en el hecho de que la realidad sea inexplicable, limitándose ella sola, sino más bien en el hecho de que sea cruel y que, por lo tanto, la idea de la realidad suficiente, que priva al hombre de toda posibilidad de distancia o de recurso con relación a ella, constituya un riesgo permanente de angustia, y de angustia intolerable (…) «Hipocondría melancólica», registra Gérard de Nerval en un cuaderno de notas. «Es un terrible mal: hace ver las cosas tal como son».

Por tanto, es a esas presencias y no a otros, como ausencias, las que hoy veo con ojos carnales, esa es mi primera afección en esta búsqueda. Espero muy pronto, poder tener preguntas y problemas más concretos, así como mayores avances y resultados en esta investigación.


Referencias bibliográficas citadas

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  • Alberto Caeiro. El Guardador de Rebaños II. en Poemas de Alberto Caeiro. Traducido por Pablo del Barco. Madrid: Visor, 1984.
  •  Stendhal, “Roma, Nápoles, Florencia”, en Obras completas, Tomo I, Aguilar, México, 1955, p. 474. La formulación stendhaliana de la belleza como promesa de felicidad también aparece en “Historia de la pintura en Italia” y en “Del Amor”. Véase Stendhal, “Historia de la pintura en Italia”, op. cit., p. 293, y del mismo autor, “Del amor”, op. cit., pp. 724 y 738.

Renier Castellanos Meneses

Historiador. Doctor en Filosofía. Docente en la Universidad Pontificia Bolivariana.